Dilma y Claudia; vidas paralelas
Brasil y México, los dos países más poblados y
económicamente más relevantes de América Latina, comparten una coincidencia
histórica: por primera vez, una mujer llegó a encabezar la Presidencia de la
república. En Brasil fue Dilma Rousseff; en México, Claudia Sheinbaum. Dos
trayectorias con rasgos casi simétricos que podrían confundirse en un ejercicio
de calca… al menos hasta el momento en que cada una se sentó en la silla
presidencial de su respectiva nación.
En sus perfiles profesionales, Dilma y Claudia se parecen
tanto como si hubieran surgido del mismo molde: dos mujeres técnicas,
eficientes, disciplinadas y orgullosamente alejadas del folklore político
tradicional de sus respectivas formaciones políticas. Dos militantes de causas
sociales que no vienen de las “grillas” partidarias, sino de los mundos áridos
de la energía, la ingeniería, la gestión pública. Dos figuras que podrían haber
sido diseñadas en laboratorio para demostrar que la izquierda también puede ser
seria, sobria y con doctorado.
Y, sobre todo, dos mujeres escogidas, que fueron construidas
como candidatas por el líder carismático de su movimiento, ese fundador que,
cual demiurgo moderno, decide cuándo es el momento de soltar el poder y a quién
confiarle el fuego sagrado de la continuidad. Lula eligió a Dilma; López
Obrador eligió a Claudia. Y lo hicieron, no solo por afinidad, sino porque
representaban la promesa de continuidad del proyecto, sin sombra de rivalidad.
Digamos que eran la tranquilidad personalizada para quien formalmente, concluía
su mandato.
Las semejanzas
A Dilma la hizo presidenta su fama de gestora incansable; a
Claudia, la suya de científica rigurosa y fría. Tanto en Porto Alegre como en
Ciudad Universitaria, sus carreras se construyeron en ambientes donde las
reuniones tienen orden del día y las decisiones se documentan con anexos. Diez
años atrás, nada hacía pensar que terminarían como jefas políticas de dos
gigantes institucionales llamados Brasil y México.
Dilma emergió del corazón del lulismo, como ejecutora del
Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC), la “gerente” ideal para un líder
que había seducido a un país pero no quería que su sucesión se convirtiera en
un ajuste de cuentas.
Sheinbaum emergió desde la confianza de López Obrador en su
jefatura de gobierno de Ciudad de México. Era la mujer capaz de traducir la
“transformación” en políticas tangibles, sin provocar incendios donde no hacía
falta.
Ambas, pues, son hijas políticas del fundador: su hechura,
más que del partido o del movimiento. Y las dos, candidatas construidas como la
continuidad natural del gran relato nacional.
La relación con el padre fundador
En este punto, la similitud alcanza tintes casi literarios.
Las dos llegan al poder acompañadas —pero también vigiladas— por el líder que
las hizo posibles. En Brasil, aun yéndose, Lula seguía omnipresente, incluso
sin estar en el Planalto. En México, Claudia Sheinbaum gobierna con libertad
acotada, en un ecosistema diseñado minuciosamente por su antecesor. Hasta
ahora, las diferencias son de estilo —ella más técnica, él más épico—, pero no
de rumbo.
Y hay otra semejanza no menor: la presencia constante del
fundador no solo da respaldo, sino que delimita la autonomía real. Las dos
presidentas, ejerce una y ejerció la otra —su mandato—, con un actor político
que no solo las respalda, sino también las define.
Las diferencias
Es en el ejercicio del poder donde las trayectorias
paralelas comienzan a separarse. Y no por mérito o falta de él, sino porque
Brasil y México poseen estructuras institucionales distintas.
En Brasil existe un equilibrio de poderes que puede volverse
terremoto. Su “presidencialismo de coalición” requiere una presidencia capaz de
negociar cada voto, cada reforma. El Congreso está conformado por multitud de
partidos “bisagra”, de intereses regionales y de alianzas que duran lo que una
tormenta tropical.
En ese sistema, Dilma enfrentó la tormenta perfecta: la
Operación Lava Jato —una investigación judicial que creció hasta las más altas
esferas del poder político—, una recesión profunda y la ruptura con el PMDB, su
aliado indispensable en el Congreso. Cuando la crisis llegó a su punto más
alto, el Congreso la sometió a proceso de destitución por las famosas
“pedaladas fiscales”, un tecnicismo presupuestario que en México no ameritaría
ni un regaño por gastar de más, pero que en Brasil se convirtió en “crimen de
responsabilidad”. Así, por haber movido partidas presupuestarias como tantos
otros gobiernos, Dilma terminó fuera. Rousseff pagó la cuenta del desgaste
acumulado del lulismo, mientras Lula —irónicamente— logró recomponer su figura
con el tiempo.
México: el presidencialismo exacerbado que absorbe golpes
Donde Brasil estalla, México amortigua. Aquí el
presidencialismo sigue siendo vertical: Morena controla el Congreso de la
Unión, el poder judicial federal y la Suprema Corte de Justicia están ahora
alineados y el sistema político no tiene un PMDB capaz de darle un portazo a
Morena (¿se imaginan al Partido Verde o al PT haciéndolo?).
El equivalente mexicano a Lava Jato —digamos, la
investigación del huachicol fiscal con implicaciones para altos mandos de la
secretaría de Marina— tiene un potencial de erosión política, pero está acotado
por la actuación de la Fiscalía y por un sistema judicial que no es autónomo.
En México, las crisis desgastan, pero no descarrilan gobiernos. No quiere decir
que Sheinbaum no enfrente riesgos. Solo que los riesgos en nuestro país no
operan por colisión institucional, sino por fractura interna de Morena. En este
contexto aparece el mecanismo mexicano que sí podría convertirse en una
herramienta de presión sobre Claudia Sheinbaum: la revocación de mandato del
primer trimestre de 2028, vista como arma política interna.
Hagamos suposiciones. Si Morena tiene un mal desempeño en
2027 —pérdida de gubernaturas, división interna, retroceso en la Cámara de
Diputados, desaceleración económica—, la revocación puede convertirse en algo
más que un ejercicio formal, hasta llegar a funcionar como mecanismo de control
de Morena sobre su propia presidenta. Puede llegar incluso a ser utilizado
internamente como un instrumento para sustituirla, si se considera que su
conducción pone en riesgo la elección de 2030 y, con ella, la permanencia del
proyecto. No sería destitución, como la de Dilma Rousseff. Pero, en la
práctica, sería un juicio político plebiscitario, cuyo resultado puede ser
moldeado por el padre fundador y por su movimiento.
Conclusión
Dilma y Claudia comenzaron su actividad pública en vidas
paralelas: técnicas, discretas, disciplinadas, elegidas por un líder
carismático para garantizar la continuidad. Pero gobernar en Brasil no es
gobernar en México. En uno, la justicia y el Congreso pueden devorar al
Ejecutivo. En el otro, el sistema lo abraza hasta asfixiar cualquier sobresalto
institucional.
Dilma Rousseff no pudo construir bases de poder propias, por
eso su remoción fue relativamente sencilla. Claudia Sheinbaum no parece avanzar
en el control de su propio movimiento: legisladores, gobernadores. Dilma puede
ser un espejo en el que se mire Claudia: otros caminos, otras formas, pero un
mismo destino.— Mérida, Yucatán
dulcesauri@gmail.com
Licenciada en Sociología con doctorado en Historia.
Exgobernadora de Yucatán