Intolerancia y polarización | Democracia bajo asedio

 

13 enero*

Los acontecimientos de Washington, Estados Unidos, del pasado miércoles 6 de enero no pueden evadirse.

Antes de ese día, sólo las películas hollywoodenses más trepidantes (“Presidente bajo fuego”, “Asalto a la Casa Blanca”) registraban escenas que la realidad se encargó de materializarlas en el Capitolio.

Podría comentar con displicencia que no habría razón de escándalo, al menos en México, ante la irrupción violenta de manifestantes en un edificio público.

¿La quema de las puertas de Palacio Nacional? ¿O el jinete en su caballo entrando al salón de sesiones de San Lázaro? ¿El bloqueo de miles de manifestantes de la Cámara de Diputados, haciendo imposible salir o entrar al recinto?

Si de anécdotas se tratara, acabaría este espacio con citas de acontecimientos que, aparentemente, forman parte del quehacer político mexicano, incluyendo la toma de la avenida Reforma de Ciudad de México durante varios meses en 2006.

Y hemos —hasta ahora— sobrevivido. Entonces, ¿por qué debe preocuparnos lo suscitado en el país vecino? Con maliciosa satisfacción hasta podríamos decir que, a final de cuentas, aun con todo su orgullo y autocomplacencia, “son iguales a nosotr@s”.

La estadounidense es la democracia moderna más longeva en su forma republicana. Estados Unidos es el país del “sueño americano”, que ha llevado a millones de personas de todo el mundo a arriesgar su vida con tal de cruzar sus fronteras. Su pueblo se precia ante el mundo por ser la patria de las instituciones y del respeto a la Ley sobre cualquier otra consideración.

Y sin embargo, hubo un intento real de impedir la certificación del resultado de la elección presidencial que favoreció a Joseph Biden y a Kamala Harris.

Confieso que formé parte de quienes creían que el presidente Trump y sus seguidores hacían sólo ruido para evidenciar su rechazo a un resultado que les fue adverso. Este sentimiento que hacía inadmisible la mera posibilidad de vulnerar los procesos electorales estadounidenses ya me había acompañado en 2000, cuando Al Gore perdió la presidencia frente a George Bush Jr., por los resultados del recuento de Florida, estado, por cierto, gobernado por su hermano Jeb. Y nadie, comenzando por el afectado, cuestionó el fallo.

Veinte años después, desde la presidencia, Trump convocó a una “insurrección” para defender su supuesto triunfo electoral. Poco valieron los rechazos y desestimaciones de las distintas instancias de justicia ante las cuales interpuso quejas y denuncias de toda índole. Los videos que testimonian la incitación a la asonada sobre el Capitolio despejan toda duda respecto a su responsabilidad.

Todavía resta la ceremonia formal de transmisión de mandos, que será justamente en una semana, el 20 de enero. Esperemos que se realice con el respeto y la paz que la larga tradición estadounidense impone.

Los signos estuvieron desde 2015, cuando Donald Trump inició su campaña por la candidatura republicana a la presidencia denostando a la comunidad mexicana y acusándolos de violadores y asaltantes.

Quizá uno de los momentos más amargos —por lo que pudo haber sido y no fue— se dio en la visita del entonces candidato a Los Pinos en agosto de 2016. Por primera vez, quien iba hasta entonces rezagado en las preferencias electorales se vio presidencial, gracias al escenario montado desde el corazón del poder en México.

El juicio de entonces fue que el tratado comercial —TLCAN— en riesgo bien valía el intento de minimizar o ignorar sus expresiones. El presidente López Obrador decidió el camino de contemporizar con el ogro. Incluso, en vísperas del inicio de su gobierno, escribió una extraña carta donde destacaba las similitudes de sus trayectorias y de sus triunfos obtenidos en contra del “stablishment” político.

Fiel al llamado, López Obrador acudió a Washington en un viaje relámpago que tuvo claramente pretensión de apoyo electoral. El tardío reconocimiento del resultado favorable a Biden se combinó con la ausencia de una condena clara a la violencia contra el poder Legislativo estadounidense.

En cambio, López Obrador prefirió dirigir sus baterías retóricas contra Facebook y Twitter por haber cerrado las cuentas de las redes sociales de Trump.

Mucho se discute en México respecto a la tolerancia. Su parte medular consiste en el respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o incluso, contrarias a las propias. Trump nunca practicó la tolerancia. “Noticias falsas” se volvió su muletilla favorita para descalificar a quienes consideró sus adversarios políticos, incluyendo los medios de comunicación.

El paso de Trump por la presidencia se significó por la polarización que gestó y cultivó cuidadosamente como un estilo de gobierno. Polarizar significa orientar en dos direcciones contrapuestas; si no estás conmigo, si no piensas como yo, entonces estás en contra.

En México tenemos lo propio. “Conservadores”, “neoliberales”, “enemigos de la transformación” y “defensores de los privilegios” son algunas de las más frecuentes descalificaciones del presidente López Obrador contra quienes ha clasificado como enemigos. Y si además, el presidente de la república tiene el poder de la palabra en sus conferencias mañaneras y las atribuciones de su investidura, desdibuja o aniquila fácilmente a quienes piensan o actúan distinto a su voluntad.

En cinco meses habrá elecciones en todo el país. Se renovarán gubernaturas (15), congresos estatales y ayuntamientos en casi todo el país, además de la legislatura federal con sus 500 integrantes.

Los acontecimientos en los Estados Unidos redoblan en México la necesidad de reforzar al Instituto Nacional Electoral (INE) y al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Una estrategia desde la presidencia de la república para deslegitimar a los órganos electorales pondría en riesgo la base misma del proceso democrático mexicano.

Vale verse en el espejo de los vecinos del norte: pasó lo inimaginable hace unas cuantas semanas, a pesar de los síntomas ominosos que se minimizaron o se negaron a aceptar. Es nuestra obligación prevenir…en vez de lamentar.— Ciudad de México.

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