El voto y la violencia | Participación política de las mujeres
El sábado anterior se cumplieron 67 años de la reforma constitucional que estableció el derecho para que las mujeres pudieran votar y ser electas a cargos de representación popular.
Antes de 1953, la condición de
género impedía ejercer ese derecho político fundamental. Hoy, todavía, la
batalla se libra en el ámbito de las costumbres y tradiciones, donde prevalece
la idea que las mujeres en la vida pública, especialmente en la política, son
una especie de “anomalía” que les impide cumplir plenamente con deberes
básicos, como ser esposas y madres. Son obstáculos que no se ven, invisibles
pero efectivos, para restringir o limitar la participación femenina.
Uno de ellos, quizá el más grave,
es la violencia que se ejerce contra aquellas que entran a los espacios que se
veían y tenían como exclusivos para hombres.
La actual legislatura federal ha
trabajado para desarrollar un sólido entramado de leyes que castigan la
violencia política y ha dotado a las instituciones electorales —INE, Tribunal
Electoral, Fiscalía Especializada en Delitos Electorales (Fepade)— de los
instrumentos jurídicos necesarios para atenderla y combatirla.
En estos días el INE, con el apoyo
amplio de organizaciones de mujeres, está impulsando la iniciativa Tres de Tres
Contra la Violencia. Se trata de que los hombres condenados por acoso sexual,
por violencia de género o que sean deudores alimentarios, se encuentren
impedidos para registrar su candidatura a cualquier cargo de elección popular.
La Sala Superior del Tribunal
Electoral del Poder Judicial de la Federación también ha decidido que, para
garantizar los derechos políticos de las mujeres, el INE adopte una medida
especial para la conformación de un registro nacional de personas que han
perpetrado actos de violencia política por razón de género. La iniciativa Tres
de Tres contribuye a la prevención de la violencia política.
¿Ustedes consideran, amigos
lectores, que una persona que ha ejercido violencia doméstica, que ha acosado a
sus subordinadas en el trabajo o que, menospreciando sus obligaciones
familiares, se niega a entregar la pensión que le corresponde, podría
mágicamente convivir con las mujeres candidatas sin intentar reproducir sus
conductas sexistas y discriminatorias en la política?
Desde luego que no, porque los
agresores no actúan selectivamente. Porque estamos frente a una cultura que ha
naturalizado la violencia. Ahora, de lo que se trata es de impedir que quienes
aspiren a un cargo público de elección o por designación y tengan antecedentes,
denuncias o sentencias, ya sea como deudores de pensión alimenticia, como
acosadores o hayan ejercido algún tipo de violencia en razón de género, incluso
en el ámbito familiar, puedan seguir ejerciendo actos de violencia en las
contiendas electorales o el ejercicio de sus cargos públicos. Se trata de una
garantía de no repetición y de prevención secundaria.
La violencia es el rostro visible
de la discriminación. Las mujeres que aspiran a cargos públicos y aquellas que
ya los ejercen, la enfrentan cotidianamente.
En unos meses, miles de mujeres en
todo el país —y aquí, en Yucatán— participarán en las campañas electorales
buscando el voto popular. ¿Cómo hacer para que las candidatas puedan
equilibrar, de alguna manera, su vida familiar, con sus aspiraciones políticas?
Si en condiciones “normales” las
cargas domésticas eran mayores para las mujeres, en estos tiempos de pandemia,
las demandas se han multiplicado. Esto es algo que no podemos ignorar.
Estos cuestionamientos nos conducen
al núcleo duro de la desigualdad: al trabajo no remunerado que realizan las
mujeres en sus hogares. Ese trabajo “invisible” que el Inegi nos ha dicho que,
de comprarse en el mercado, representa alrededor del 18% del PIB (el total de esa
estimación ronda en 24%, y de ese porcentaje, las mujeres realizan el 75%).
En el ámbito del ejercicio de los
derechos políticos, se requiere de los liderazgos femeninos en los procesos de
elección popular pero también en el ejercicio de los cargos públicos. Podrán
ser presidentas municipales, diputadas, altas funcionarias públicas o
gobernadoras, pero el peso de las responsabilidades familiares sigue gravitando
principalmente sobre las mujeres. ¿Cuántas jóvenes —y no tan jóvenes— estarán
pensando si participan en los procesos internos de sus partidos para ser
candidatas?
¿Cuántas tendrán que “convencer” al
marido, al padre para que le “permita” participar?
¿Cuántas más tendrán acceso a los
recursos económicos —familiares, propios o de su partido— para intentar ganar
un proceso interno y, después, una elección?
La mitad de las candidaturas, por
mandato constitucional, le corresponden a las mujeres. Y todavía a estas
alturas, los partidos políticos siguen sin comprometer plenamente sus energías
en promover la participación femenina en sus elecciones internas, a pesar que,
desde 2015, se aplicó la paridad en las elecciones locales.
Por cierto, otro importante proceso
que se vivirá por segunda ocasión en Yucatán es el de la reelección consecutiva
de alcaldes y diputados locales.
¿Cuántas de las actuales
presidentas municipales buscarán el voto de sus conciudadanos para reelegirse?
Dicen, quienes saben, que las
alcaldesas están muy bien calificadas pero, otra vez, su condición de género
limita su decisión. Desde el cuidado de hijos pequeños, compromisos familiares
para estar “sólo” tres años, o incluso, compromisos políticos que le
permitieron llegar al cargo, gravitarán sobre su determinación.
¿Cuándo han escuchado, amigos
lectores, que un hombre deje pasar una candidatura aduciendo responsabilidades
familiares o la crianza de los hijos? Eso sucede sólo con las mujeres.
Forma parte de una cultura, una
manera de entender e interpretar el mundo que condiciona la actuación de las
mismas mujeres. Transformar ese sistema de valores, costumbres y tradiciones es
un compromiso de largo aliento.
El primer paso firme se dio hace 67
años. Muchos más se han dado, muchos más habrán de darse para que la Igualdad
en la participación política de las mujeres sea una realidad. — Ciudad de
México