Conmemorar y celebrar | T-MEC y Triunfos
El 1 de
julio de 2018 Andrés Manuel López Obrador ganó la presidencia de la república.
Se impuso contundentemente, con 30 millones de votos, sobre las coaliciones
encabezadas por los dos partidos históricos de México, el PRI y el PAN.
Su carisma y
la presencia permanente en todos los rincones del país le atrajeron
simpatizantes tanto de los grupos populares como de clases medias urbanas,
feministas, académicos, e incluso, cosechó votos entre la clase alta.
La inmensa
mayoría de los votantes sabía, con certeza, lo que no quería: corrupción,
privilegios, desigualdad social. López Obrador cosechó el descontento, porque
lo cultivó cuidadosamente, con un lenguaje atractivo y una narrativa en la que
él se enfrentaba a las fuerzas ocultas tras la riqueza y el poder.
Ninguna
elección nacional se gana sin el apoyo de las clases medias de las ciudades. En
un país que se transformó aceleradamente de rural a predominantemente urbano,
son las familias y las personas que pertenecen a este heterogéneo grupo social
quienes definen triunfos y fracasos electorales.
Peña Nieto
las conquistó en 2012 y su gobierno las perdió en 2018. En ese año, ellas
votaron por López Obrador, me atrevo a decir que lo hicieron sin miedo al futuro
y con esperanza de conseguir los cambios para asegurar el bienestar de sus
familias.
El 1 de
julio de hace dos años también se impusieron candidatas y candidatos de la
coalición Juntos Haremos Historia a las diputaciones federales y senadurías,
aunque con menos votos que los conquistados por el candidato a la presidencia,
pero suficientes para obtener una condición predominante en las cámaras de
Diputados y Senadores.
El arrastre
de López Obrador hizo el milagro de retroceder a la etapa del predominio
absoluto de una fuerza política que, desde la presidencia y el Congreso, podía
prescindir casi de todos los contrapesos en el ejercicio del poder.
Y eso
justamente se debiera resaltar este día: el inicio de la concentración del
poder en la figura presidencial. López Obrador no esperó al cambio formal de la
estafeta, el 1 de diciembre. Desde la misma noche de su triunfo dio señales de
su decisión de restaurar “la investidura” del jefe de las instituciones del
país.
Como un
manotazo para ahuyentar y estremecer a los ricos se entendió la cancelación del
nuevo aeropuerto en Texcoco. Sólo fue el primero de una serie de eventos que se
han prolongado en los 19 meses de su gobierno. Bajo el argumento de la
austeridad y del combate a la corrupción se han destruido instituciones, varias
de ellas indispensables, se han cancelado programas, algunos relevantes y hasta
exitosos, y pende la amenaza de acabar con todo aquello que escapa, así sea
tangencialmente, del control presidencial.
En los
órganos autónomos se aplica una estrategia de “colonización”, que consiste en
imponer funcionarios o consejeros incondicionales al presidente, vulnerando su
actuación y las funciones de contrapeso al gobierno.
Y cuando la
estrategia colonizadora fracasa, se recurre al desprestigio de sus integrantes,
hasta culminar con la anulación del órgano asediado y si se puede, con su
cancelación por la vía legislativa. Este 1 de julio, la conmemoración debería
incluir la larga lista de instituciones y programas destruidos por el afán de
borrar el pasado, sin medir las consecuencias. Tal es el caso del INSABI que,
además de su fragilidad institucional, se enfrenta a la pandemia del COVID en
las peores condiciones imaginables.
Lo mejor del
presidente López Obrador está en el pasado, cuando suscitó esperanza y sembró
expectativas de cambio en millones de personas. Pero desde el mismo día de su
triunfo comenzó a minar la confianza generada, en especial de las clases
medias, familias que no reciben ayuda o asistencia gubernamental, que desean
avanzar en el logro de sus legítimas aspiraciones de progreso y que dependen
del crecimiento económico para conseguir empleos remunerados en el sector
formal de la economía, una vez que egresen sus hij@s de las universidades.
El mundo de
las clases medias es desconocido para el proyecto del presidente López Obrador.
Su visión polarizadora sólo distingue ricos y pobres. A los ricos, los
descalifica y, si no los ataca, los ignora. A los pobres los atiende, sí, pero
con visión asistencialista y enajenante.
Pero este 1
de julio tiene un motivo de celebración. Este día entra en vigor el Tratado
entre México, Estados Unidos y Canadá, el T-MEC, que sustituye al Tratado de
Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), vigente desde el 1 de enero de
1994.
No hay mejor
ejemplo de los buenos resultados que rinde la continuidad institucional que
estos dos tratados. Los nuevos gobiernos de Estados Unidos y de México, con el
apoyo del primer ministro de Canadá, negociaron largos meses para modernizar,
mejorar, perfeccionar los acuerdos de gobiernos anteriores, no para cancelarlos
o destruirlos.
Este mensaje
debiera ser suficientemente poderoso para provocar la reflexión presidencial.
Es, hasta el momento, el mayor triunfo de su gobierno. Y se debe a que logró
trascender las descalificaciones a las personas que, hace 26 años, llevaron a
feliz término la negociación del primer tratado; a que supo entender el
esfuerzo realizado durante el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto para
lograr la firma de los tres mandatarios el último día de su gobierno, el 30 de
noviembre de 2018.
Y también se
debe a que el presidente López Obrador asumió e incentivó la negociación, no la
confrontación con sus contrapartes. Hoy, el T-MEC es un remanso de certidumbre
en un gobierno que se empeña en promover la desconfianza en la inversión
privada, más todavía si es extranjera, que pretende cambiar reglas establecidas
después de intensos procesos de negociación.
El T-MEC es
un poderoso instrumento para promover empleo e inversión en México. Pero solo,
sin políticas públicas y sobre todo, sin confianza, sería una oportunidad
perdida; lujo que México no se puede dar en estos difíciles tiempos. Celebremos
el Tratado, conmemoremos el triunfo político y que esa memoria genere una
participación decidida en 2021 para recuperar la pluralidad democrática y el
respeto a las instituciones.— Ciudad de México.