Revolución y No reelección. Desatarse a tiempo…
Dulce María Sauri Riancho
En
un día como hoy, hace 109 años, dio inicio la Revolución mexicana. Su
antecedente más directo fue la contienda electoral de ese mismo año, cuando
Francisco I. Madero pretendió cortar la cadena de reelecciones del general
Porfirio Díaz en la presidencia de la República.
Con
el breve intervalo del periodo de Manuel M. González (1880-1884), Díaz gobernó
con mano de hierro desde 1876, más de 30 años. Bajo su mandato se pacificó el
país, convulso desde las guerras de Reforma y la Intervención francesa; comenzó
la modernización económica y el crecimiento de las ciudades, así como la
expansión de las inversiones en ferrocarriles, industria y petróleo.
Madero,
integrante de una destacada familia de hacendados del norte, cuestionaba la
intención del octogenario mandatario de continuar en el poder, no así el modelo
económico que había arrojado buenos resultados para una minoría.
¿Qué
hubiera pasado si en 1900 Díaz hubiese optado por dejar la presidencia? En ese
año se habló de José Ives Limantour, su exitoso ministro de Hacienda, como
candidato presidencial y del general Bernardo Reyes (gobernador de Nuevo León y
en esos años, ministro de Guerra) como vicepresidente.
Sin
embargo, disputas del interior del grupo gobernante dieron razones a Díaz para
postularse una vez más y obtener la reelección. Años más tarde, en 1909, el
general Díaz dio a conocer en una entrevista periodística su propósito de
concluir su mandato, lo que significaba no presentarse a la reelección en 1910.
¿Qué
hizo cambiar de opinión al presidente? Tal vez el entusiasmo desatado entre los
partidarios del general Bernardo Reyes, que se organizaron para participar en
la elección, o del propio Francisco I. Madero y sus seguidores, alentados para
hacer valer el principio de la no-reelección.
Lo
cierto fue que, una vez más, Díaz volvió a postularse para el periodo
1910-1916.
Entre
junio y julio de 1910, cuando se realizaron las elecciones, poco había en el
ambiente político que permitiese prever un desenlace como el que ocurriría
semanas antes de la toma de posesión para el octavo mandato presidencial, el 1º
de diciembre. Las fastuosas fiestas conmemorativas del primer centenario de la
Independencia habían reflejado una imagen de paz y prosperidad ante propios y
extraños.
El
movimiento anti-reeleccionista encabezado por Madero se asumía como lejano de
las preocupaciones del pueblo, una especie de asunto encapsulado en un pequeño
grupo de intelectuales y políticos regionales.
El
20 de noviembre fue la fecha establecida en el Plan de San Luis para iniciar la
rebelión contra el gobierno de Porfirio Díaz. Pero dos días antes, el 18, en
Puebla, fueron reprimidos y asesinados los hermanos Serdán, Aquiles y Máximo, y
encarceladas las mujeres de la familia, encabezadas por Carmen. A partir de
entonces, los acontecimientos se precipitaron, hasta culminar el 25 de mayo de
1911, cuando Díaz renunció a la presidencia de la República y el 31 de ese
mismo mes, fecha que abandonó México rumbo a Francia, para no volver jamás.
Dice
la historia que el viejo presidente se resistió a dejar el poder por considerar
que su ausencia desataría la anarquía que había tratado de contener durante
todo su largo mandato. Pero fue justamente su tardanza en aceptar su salida el
mejor “caldo de cultivo” de la inestabilidad que pretendió conjurar. Díaz se
sintió indispensable, que el país no podía prescindir de su presencia; que las
instituciones cuya gestión había contribuido a crear, no aseguraban la paz y el
orden. Que sólo él, únicamente él, podía garantizar la pervivencia de la
modernización de México.
Porfirio
Díaz no tuvo a la muerte de su lado. Si la naturaleza hubiese actuado en un
hombre de 80 años, Díaz sería el héroe que compartiría el Altar de la Patria
con Benito Juárez. El hombre de Guelatao también disputó su tercera reelección,
precisamente con Díaz y con Sebastián Lerdo de Tejada en 1871. Unos meses
después, el 18 de julio de 1872, Juárez falleció. De esta manera venció la
tentación de una cuarta reelección.
Figuras
opuestas
Benito
Juárez es una figura señera, ejemplo de mandatario íntegro y cabal. Porfirio
Díaz es el prototipo del dictador que prolongó indefinidamente su presidencia;
ni siquiera sus cenizas han podido descansar en territorio nacional.
En
México, casi invariablemente en el segundo o tercer año del mandato
presidencial, se desatan rumores sobre una posible intención reeleccionista del
presidente en funciones. Tal vez el fantasma de Álvaro Obregón, asesinado en
1928 tras haber ganado su reelección, haya sido suficientemente poderoso para
evitar que la tentación haya logrado materializarse.
Justo
resulta recordar entonces los ejemplos positivos de quienes cumplieron
plenamente su mandato y se retiraron. Entre ellos destaca el general Lázaro
Cárdenas. ¡Cuántas voces le habrán susurrado su condición de “indispensable”
para garantizar la prevalencia de la reforma agraria o de la expropiación
petrolera! Cárdenas prefirió confiar en las instituciones que había contribuido
a construir y no solamente en su persona.
En
el México de nuestros días, el presidente López Obrador no cumple un año en el
cargo y se ha visto obligado a negar, repetidas veces, su aspiración a
reelegirse, llegando incluso a firmarlo ante notario. Pero, bien reza el dicho
que “cuando el río suena, es que agua lleva”: el fantasma de la reelección de
AMLO sigue presente y asustando…
Tras
su fallida reelección en Bolivia, tal vez Evo Morales pueda abrevar de la
historia mexicana, de Díaz y de Cárdenas. Dos ejemplos contrapuestos de fuertes
personalidades que marcaron la vida de la nación que lo ha recibido como
asilado. O podría recitar el poema de Renato Leduc: “Sabia virtud de conocer el
tiempo/ a tiempo amar y desatarse a tiempo…”. También vale para la política:
desatarse y permitir que el pueblo vuele con sus propias alas que contribuyó a
fortalecer.— Ciudad de México.