Retroceso en la educación. Amenaza sobre una generación
Dulce María Sauri Riancho
Equivocarse
en la política tiene un elevado costo sobre el conjunto de la sociedad, que va
más allá de la sanción electoral que puede recibir en las urnas el partido del
que proviene el gobierno.
Las
malas determinaciones tomadas por la mayoría oficialista sobre las leyes de
Educación conllevan, de manera indiscutible, deterioro educativo y tiempo
perdido. Los daños, consecuencia de los compromisos políticos suscritos por el
Ejecutivo federal, serán enormes pues afectarán, en forma directa, a los más de
25 millones que asisten a las escuelas públicas del país, en sus distintos
niveles, e impactará a toda una generación.
Esta
equivocación de dimensiones históricas comenzó a fraguarse en la resistencia a
la reforma impulsada por el gobierno anterior.
Imagen: Revista Semana |
Desde
2013, al amparo del Pacto por México, las principales fuerzas políticas de
aquel momento —PRI, PAN y PRD— aprobaron la reforma constitucional que permitió
recuperar la rectoría del Estado en la educación. Implicaba rescatar los
mecanismos para garantizar que las plazas se asignaran a las y los mejores
docentes, fuera de toda influencia externa, sea sindical o de relaciones
personales. El contenido de planes y programas obedecería al mandato del artículo
3o. constitucional, regido por el propósito de dotar a la población de
conocimientos y capacidades para participar en la sociedad del siglo XXI.
Diversas mediciones mostraron que la reforma educativa era la que gozaba de
mayor apoyo popular, muy por encima de otras, como la de telecomunicaciones,
laboral o energética.
El
otro elemento importante de esa reforma fue la creación de un sistema de
evaluación del proceso educativo en su conjunto, a través de un órgano
constitucional autónomo que estuviera fuera de toda duda en cuanto a su
imparcialidad y objetividad. La premisa era simple: “solo lo que se evalúa se
puede mejorar”.
De
esta manera, se garantizaba que frente a grupo estuvieran las personas más
calificadas para la enseñanza. Hubo, sin embargo, un yerro colosal en la
aplicación de las reformas cuando se permitió que entre el magisterio
prevaleciera la sensación de desprecio de las autoridades por sus conocimientos
y experiencia. Faltó acompañamiento de las autoridades educativas en la
novedosa forma de evaluar el desempeño magisterial, más cuando de una
calificación de “no idóneo” podría derivarse un traslado de la docencia a
labores administrativas. La etiqueta de “evaluación punitiva” fue la plataforma
de propaganda de un pequeño pero belicoso grupo, la Coordinadora Nacional de
Trabajadores de la Educación (CNTE), que suma a algunas de las secciones del
poderoso Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE).
En
los estados del país azotados por la actuación de la CNTE, las autoridades
locales habían preferido aceptar sus desmedidas pretensiones, que incluía la
“captura” de las secretarías de Educación para sus afines, a hacerles frente.
De esa perversa relación entre autoridades y dirigencia gremial surgían —y
siguen surgiendo— los recursos para movilizaciones y plantones de semanas o
meses en Ciudad de México. Una parte importante de sus protestas estaban
motivadas por la pérdida del control sobre la asignación de las plazas y los
cambios geográficos del magisterio porque a partir de 2014 el ingreso al
sistema de educación básica y media superior se realizó mediante exámenes de
oposición.
La
alianza política establecida entre el candidato presidencial López Obrador y la
CNTE fue sellada por el compromiso de desmantelamiento total de la reforma
educativa del gobierno del PRI. Maestras y maestros dolidos por la
insensibilidad de las autoridades ante sus reclamos votaron por la opción que
les ofrecía acabar con aquello que los lastimaba. Vuelto gobierno, López
Obrador envió la reforma a la educación como primera iniciativa. La reforma de
la reforma —o contrarreforma— recibió de inmediato el apoyo de su belicosa
aliada, que hizo cargo de la presión política mediante manifestaciones, marchas
y plantones.
Al
principiar este año, el grupo parlamentario del PRI votó a favor de la reforma
constitucional en materia de Educación. Lo hicimos porque se garantizaba el
mantenimiento de la rectoría del Estado sobre el sistema en su conjunto,
incluidos contenidos y plazas. La “educación de excelencia” fue el sinónimo
elegido para sustituir el mandato de “educación de calidad”. También, aunque
menguado, sobrevivió el órgano responsable de la evaluación. Y se mantenía el
imperativo del ingreso al magisterio mediante concursos. Sin embargo, el diablo
legislativo está en las disposiciones secundarias. El viernes pasado,
amaneciendo, se concluyó en la Cámara de Diputados la aprobación de tres leyes:
General de Educación, del Sistema para la Carrera de las Maestras y los
Maestros y la Ley reglamentaria en materia de Mejora Continua de la Educación.
Grave retroceso, que devuelve a la Educación a la década de 1970. Se acabaron
los concursos de ingreso: plaza automática para egresados de las normales
públicas; retorno a las comisiones tripartitas (gobierno federal, estatal y
representación sindical) para resolver cambios y repartir nombramientos; el
órgano evaluador dependiente del secretario/a de Educación Pública, fin de su
autonomía; obligaciones presupuestales para los estados y municipios, sin considerar
recursos adicionales. Además, desaparece el Instituto Nacional de
Infraestructura Física Educativa (Inifed), heredero del Capfce, que garantizaba
la calidad de la construcción de las escuelas; ahora, padres y madres de
familia agrupados en un comité, dispondrán de los recursos para la realización
de las obras. Así pasó al Senado, que será la cámara revisora. Por cierto, con
oportunidad de remediar los más graves vicios que la mayoría de Morena aprobó
en la Cámara de Diputados. La esperanza es lo último que muere…—Mérida, Yucatán