¿Extinción o expropiación? Peligros de nueva ley
Dulce María Sauri Riancho
El
jueves pasado culminó la aprobación de la ley reglamentaria del artículo 22
constitucional en materia de extinción de dominio.
Cubierta
con el escudo protector del combate al crimen organizado, esta legislación
pretende dar respuesta a una de las más sentidas demandas de la sociedad, como
es acabar con la corrupción y los delincuentes de altos vuelos, pegándoles
donde más les duele, que es en sus finanzas y en sus bienes.
Hasta
aquí, todos de acuerdo. Sin embargo, esta pieza legislativa rebasa la intención
original, dirigida al combate del crimen transnacional.
Más
bien debería llamarla “Nueva Ley de Expropiación”, pues coloca a millones de
personas y a sus bienes como potencialmente sujetos a perderlos en favor del
Estado. ¿Cómo llegamos a esta situación, sin que prácticamente nadie haya
alertado el peligro que representa?
Hagamos
una breve historia. En el año 2000, la ONU reunió en Palermo a la comunidad
internacional para una convención dirigida a combatir a la delincuencia
organizada de carácter transnacional, es decir, que trasciende fronteras y
países.
La
cooperación internacional quedó concentrada en cuatro delitos de alto impacto:
delincuencia organizada, lavado de dinero, corrupción, trata de personas y el
encubrimiento de cualquiera de éstos.
Para
cumplir el compromiso con la ONU, México realizó su primera reforma
constitucional en 2008 y, en 2011, aprobó la primera ley reglamentaria en
materia de extinción de dominio. Lo mismo ocurrió en varios estados de la
República, cuyos congresos formularon sendos ordenamientos.
El
nuevo marco legislativo no funcionó de acuerdo con las expectativas, pues los
procedimientos para privar a los delincuentes de sus bienes y su dinero se
consideraron complicados y tardados. La razón estaba en que no podían perder
propiedades mientras no existiese sentencia definitiva de un juez, considerando
culpables a los imputados.
Entonces
empezó a revisarse la experiencia de algunos países latinoamericanos, en
especial Colombia, que habían obtenido buenos resultados a partir de dividir
los procesos: por una parte, el penal y, por separado, el civil, que se
desahogaban de manera independiente.
El gran
cambio se dio en diciembre pasado, en el aluvión de reformas constitucionales y
de nuevas leyes que el gobierno entrante comenzó a impulsar. No es excusa, pero
sí explicación de cómo fue que esta importantísima legislación pasó “de noche”
en la Cámara de Diputados, donde fue votada casi por unanimidad.
¿Qué
pasó? Ya no fueron solamente los cuatro tipos delictivos de alto impacto
adoptados en la Convención de Palermo, sino que la lista aumentó
desproporcionadamente. Dice la Ley, en su artículo 1º, que son “hechos
susceptibles de la extinción de dominio”: delincuencia organizada, secuestro,
delitos en materia de hidrocarburos (huachicoleo), trata de personas, delitos
contra la salud, corrupción, encubrimiento, delitos cometidos por servidores
públicos, robo de vehículos, recursos de procedencia ilícita, extorsión”. Las
distintas modalidades del Código Penal para cada uno de los diez hechos
enlistados, engrosa el número de supuestos delitos, más de 230.
Esta
“explosión” hace relativamente sencillo, para el ministerio público, comenzar
una investigación cuando existe “algún” indicio de que una persona cometió un
delito de este tipo, hasta culminar con la apropiación de sus bienes por el
Estado.
Hago un
breve comentario sobre los cambios más preocupantes.
“Presunción
de inocencia” versus “Culpable, hasta que no demuestre lo contrario”. Cuando
una persona es acusada de haber cometido un delito, el fiscal tiene que probar
su culpa fehacientemente, más allá de toda duda.
En
cambio, la extinción de dominio es exactamente al revés: el acusado tiene que
probar su inocencia, es decir, que sus bienes (todos) los adquirió con recursos
lícitos. Y si no lo logra a satisfacción de la Fiscalía, entonces sus casas,
terrenos, o cualquier otra propiedad puede ser expropiada y rematada en
cualquier momento.
Si al
final del juicio la persona acusada resulta absuelta, el gobierno le paga al
precio que considere por su casa, coche o propiedad expropiada, pero no se la
devuelve.
Imprescriptible,
culpa heredada. En la extinción de dominio sí existe la retroactividad, se
llama “retrospectividad”. Es decir, si un bien es adquirido con recursos
considerados por la autoridad como “ilegítimos”, esta situación nunca
prescribe, se mantiene incluso si la persona que los adquirió fallece, pues
esta condición se transmite a sus herederos. El gobierno puede “rematar” una
propiedad o un bien cuando les resulte “costoso” mantenerlo, lo que, de acuerdo
con la Ley aprobada, representa un gasto de más de 15,000 pesos mensuales.
Fiscales
todopoderosos. Casi pueden hacer todo en el momento que consideren para afectar
las propiedades de los presuntos culpables. Ell@s pueden decidir
unilateralmente cuándo se desisten de la acción, lo cual se presta a
negociaciones oscuras y presiones sobre los presuntos imputados. Tienen estos
agentes de la procuración de justicia hasta 10 años para mantener la espada de
Damocles sobre las y los acusados, que prácticamente carecen de medios de
defensa frente a la arbitrariedad.
Con la
Ley de Extinción de Dominio, los más afectados no serán ni la delincuencia
organizada ni los corruptos de altos vuelos. Les ofrezco como adelanto de lo
que puede ocurrir con el ejemplo de un propietario de Colombia, supuesto caso
de éxito en la aplicación de esta Ley:
“En
Bogotá, Idelfonso Gutiérrez arrendó uno de los locales de su casa, en el barrio
El Restrepo, a un hombre que, al parecer, comercializaba autopartes hurtadas.
Aunque dice que actuó de buena fe, hoy todo su inmueble está confiscado por las
autoridades”. (“El Espectador”, 1º de octubre 2018).
¿Habrá
forma de desandar el camino de la arbitrariedad y el despojo que puede
representar la Ley Nacional de Extinción de Dominio? Sólo la movilización
ciudadana puede lograrlo. Hagámoslo antes de que sea demasiado tarde.— Mérida,
Yucatán.