Viviendo con el elefante. Migración y comercio
Dulce María Sauri Riancho
Casi
nos hemos acostumbrado a las amenazas y descalificaciones del presidente Donald
Trump contra México y sus habitantes. Nuestro país se ha vuelto villano
favorito para atribuirle todos los males que su sociedad padece: drogadicción,
violencia, matanzas urbanas, migración masiva e indeseada, entre otros
problemas.
Con una
frontera de más de 3,000 kilómetros, la convivencia no ha sido fácil en casi
172 años marcados por un desigual desarrollo económico. Sin embargo, la
interdependencia entre el fuerte y el aparentemente más débil ha sido
indispensable en distintos momentos, como en los conflictos bélicos del siglo
pasado, cuando la incipiente industria y los productos del campo mexicano
contribuyeron a asegurar el abasto de una nación en guerra.
La
firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que entró en
vigor en 1994, culminó el proceso de apertura comercial de México, iniciado en
la década de 1980. “Trade, not Aid” (“Comercio, no ayuda”), decían los
negociadores mexicanos de lo que parecía imposible: una asociación entre las
economías de América del Norte que garantizara certeza y proporcionara trato
igualitario a las empresas y a las inversiones de los tres países.
Después
de 25 años, se renegoció el TLCAN, rebasado por los cambios acontecidos en
distintos puntos del orbe, pero fundamentalmente por el desarrollo tecnológico
que ha dado pie a la economía del conocimiento y a la industria 4.0.
Tras
múltiples amenazas y dificultades, entre las cuales destacaron los twittazos
del presidente Trump, el 30 de noviembre pasado se suscribió el T-MEC. A
regañadientes, con aranceles al acero de por medio, los tres mandatarios
estamparon su firma en un documento que deberá ser ratificado por los
respectivos congresos. Al día siguiente de la firma, comenzó el mandato del
presidente López Obrador.
Afortunadamente,
la continuidad ha sido el signo de la política económica internacional del
nuevo gobierno. Supieron destrabar, con habilidad, la parte final de las
negociaciones y despejar dudas sobre su actuación futura. La “luna de miel”
entre Trump y López Obrador ha sido inestable, tanto como las necesidades
políticas inmediatas del estadounidense.
Al
igual que en otras partes del mundo, la migración es presentada como la gran
amenaza a la estabilidad y modo de vida de la sociedad del vecino del norte.
Sin embargo, a diferencia de años anteriores, no son los flujos de paisanos el
centro de los reclamos del gobierno de Trump, sino los grupos de
centroamericanos y de otras nacionalidades que intentan llegar a los Estados
Unidos cruzando el territorio mexicano. ¿Qué puede haber sucedido para
incrementar en forma notable y visible esta corriente migratoria?
Podemos
adelantar algunas hipótesis, como la brutal separación de familias migrantes
por las autoridades estadounidenses, lo que reforzó la urgencia de intentar el
cruce con tod@s. Antes, la relativa porosidad de la frontera estimulaba el
retorno a la tierra de origen después de un tiempo y un ahorro, con la
posibilidad de reingresar si era necesario.
Ahora
es difícil y costoso el traslado; los peligros asechan. Ni enfermedades ni
muertes en la familia motivan el regreso, así que una vez que se establecen en
los Estados Unidos, tratan de permanecer allí el mayor tiempo posible. No son,
por cierto, los más pobres quienes emprenden esta riesgosa aventura, sino
aquell@s que pueden pagar el costo de migrar, incluidas las tarifas de los
“coyotes” y traficantes de personas.
Antes
lo hacían en pequeños grupos, ahora integran caravanas para tratar de protegerse
de la violencia en el trayecto. En el pasado predominaban las y los mexicanos;
actualmente, personas de distintas partes del mundo, incluyendo África, han
elegido el paso por nuestro país para llegar a su destino.
¿Qué
quiere Trump que haga México en materia migratoria? Simplemente detener a los
migrantes dentro de su territorio: sea en la frontera sur, en el Istmo de
Tehuantepec, o en la frontera norte.
Partamos
de una certeza: quienes entran por la frontera sur de México no pretenden
establecerse en nuestro país, sino llegar a Estados Unidos. Están dispuestos a
arrostrar todo tipo de penalidades con tal de lograrlo. Nada de lo que se les
pueda ofrecer resulta estímulo suficiente para hacerlos desistir.
Que
México acepte convertirse en “Tercer país seguro” significaría confinar en
recintos especiales a todas aquellas personas expulsadas del territorio
estadounidense mientras esperan la respuesta a su solicitud de refugio, que
puede durar meses, años. Además de los enormes costos económicos de una medida
de esta naturaleza —se calcula una primera oleada de casi medio millón de
personas— y la presión sobre los servicios y la vida en las ciudades de
acogida, en el norte del país, eso no resolvería el problema de las
migraciones.
Atacar
las raíces de las migraciones implicaría comprometer una asistencia sostenida
al desarrollo de los tres países del norte de Centroamérica: Guatemala,
Honduras y Salvador, además del sur-sureste de México. Eso sería en el largo
plazo. En el corto, está el garrote de los aranceles que ha exhibido Trump con
singular severidad en estos días. Restan cinco para que se ejecute la orden
presidencial de imponer, parejo, un gravamen del 5% a las exportaciones
mexicanas.
La
prudencia es indispensable entre los negociadores mexicanos, comenzando con el
presidente de la República. La coordinación al interior del equipo de gobierno
es fundamental; los protagonismos y celos son inadmisibles. Hemos tenido una
habilidad histórica para convivir con el elefante, sin que nos haya aplastado.
Como en el judo, tendremos que usar su fuerza para inmovilizarlo. Convencerlo
de que una alianza respetuosa y en términos de igualdad es lo que más conviene
a nuestros pueblos.— Ciudad de México.