México, contra la pared. Aranceles y migración
Dulce María Sauri Riancho
Contra
la pared. Así nos puso el ultimátum del presidente de EE.UU. al pretender
imponer aranceles del 5% a todas las exportaciones mexicanas a este país.
Es una
medida de fuerza, contraria a las reglas internacionales de comercio y al mismo
Tratado de Libre Comercio de América del Norte (pronto será sustituido por el
TMEC).
Dos
días antes del plazo fatal del 10 de junio, la amenaza fue postergada mediante el
compromiso de México para detener el flujo de migrantes hacia EE.UU. en una
cantidad que satisfaga al gobierno estadounidense.
Celebrado
como un gran triunfo que incluyó un mitin en Tijuana, sólo nos permitió comprar
tiempo: 45 días que se vencen el 21 de julio. Y si no pasamos el “examen”, se
tomarán nuevas medidas —léase “Tercer país seguro”— en los siguientes 45.
Para
miles de mexicanos y para sus familias, salir hacia Estados Unidos se volvió la
opción para escapar de la pobreza y la falta de empleos. Compartimos esta
atracción con Centroamérica, con toda Latinoamérica. Quienes se internan por la
frontera sur de México vienen con la intención de cruzar el territorio nacional
hasta llegar a los Estados Unidos. No pretenden arraigarse aquí, sólo pasar
“hacia el Norte”.
Con
episodios dramáticos —como la migración de niñas y niños solos en 2014—, esta
“normalidad” se vio bruscamente alterada con la llegada de Donald Trump a la
presidencia del vecino país, junto con su pretensión de construir un muro que
evitase la llegada de quienes considera culpables de todos los males que azotan
a sus compatriotas.
El
gobierno de Peña Nieto lidió durante casi dos años con los tweets ofensivos de
Trump y con la presión política y diplomática para que México pagase por la
edificación de la pared de acero y concreto, orgullo de la xenofobia del
presidente estadounidense.
Antes
del relevo presidencial del 1º de diciembre, ya se había registrado el primer
episodio de caravanas procedentes de Centroamérica, sobre todo de Salvador,
Honduras y Guatemala, en octubre del año pasado. A partir de esa fecha, todo se
desbordó.
“Qué
mala suerte tiene el gobierno de la 4T”, dirán algunos. Otros, que es culpa del
neoliberalismo tramposo para hacer quedar mal a López Obrador. Lo cierto es que
desde la campaña electoral y especialmente después del 1º de julio pasado, el
presidente de la República aseguró de manera reiterada que impulsaría una
política de “puertas abiertas”, que garantizara el libre tránsito por el
territorio nacional para quienes se dirigían a Estados Unidos procedentes de la
frontera sur.
Esta
voluntad se vio reforzada cuando en las primeras semanas del nuevo gobierno se
actuó en consecuencia, utilizando incluso a la policía federal para proteger a
las caravanas de migrantes y facilitando autobuses y camiones para transitar
por el país sin mayores dificultades.
Así
como la migración es un fenómeno global, así también lo son los traficantes que
buscan rutas que les permitan trasladar con menor dificultad a las personas que
les pagan por ello. En consecuencia, comenzaron a aparecer en esas caravanas
migrantes de Asia, África y de la región del Caribe, señaladamente de Cuba y
Haití.
Las
ciudades de la frontera norte, acostumbradas a recibir migrantes, muy pronto
fueron desbordadas. Más precaria aún es la condición de las poblaciones de la
frontera sur de México: allá, simplemente han colapsado las instituciones
responsables de la salud y de la atención de los grupos más vulnerables.
Además,
las organizaciones civiles, dedicadas durante años a la protección de las y los
migrantes, dejaron de percibir los magros fondos procedentes del presupuesto
federal. La malentendida y peor aplicada austeridad los ha reducido a una
situación de miseria en el momento de mayor demanda.
Como en
otras decisiones de política pública, el gobierno de López Obrador no midió el
alcance de sus determinaciones. La respuesta del gobierno de Trump se hizo
esperar casi seis meses. Lanzó advertencias que no fueron entendidas ni
atendidas por las autoridades mexicanas. Hasta que vino la amenaza de los
aranceles y la urgencia para evitarlos.
Compramos
tiempo, no soluciones. En un giro de 180 grados, ahora se pretende imponer
controles a los flujos migratorios de la frontera sur. Para ello se envía a la
recién nacida Guardia Nacional (a 6,000 de sus nuevos efectivos, casi 12% de
sus integrantes, que serían 53,000 este año), poniendo a esta institución
—fundamental para el combate a la violencia y el crimen organizado que nos
azota—, en posición de alta vulnerabilidad. Carecen de protocolos de actuación
frente a personas claramente desesperadas, lo que eleva el riesgo de un error
fatal de consecuencias imprevisibles.
Y del
presupuesto, precondición para atender los nuevos compromisos con los
solicitantes de refugio retornados a México, pocas y falsas luces, como decir
que se solventarán con ¡la venta del avión presidencial!
Nos
tomaron la medida. La reedición de la política del “gran garrote” encontró a un
gobierno envuelto en su propio laberinto de contradicciones. La Secretaría de
Gobernación, responsable formal de la política migratoria, borrada del mapa de
las decisiones; el director del Instituto Nacional de Migración, académico de
alto prestigio en la materia, sustituido por el responsable de los centros
penitenciarios federales; el secretario de Relaciones Exteriores, con la carga
de desfacer entuertos y absorber en su persona la hercúlea tarea de “salvar al
país”. En cualquier momento, la amenaza de aranceles puede reaparecer, por
ejemplo, como ultimátum en el tráfico de drogas: o se reduce o se imponen.
Mientras
se cumple el plazo y se logra el “visto bueno” de Mr. Trump, a pasar saliva y
cruzar los dedos para que el programa de desarrollo para Centroamérica, ahora
sí, se concrete y rinda resultados. Finalmente, tendrá la buena vibra de
llamarse “Yucatán”.— Ciudad de México.