Zonas Económicas Especiales. Sur-Sureste a la zaga
Dulce María Sauri Riancho
Corren
rumores sobre la cancelación del proyecto de las zonas económicas especiales
(ZEE) en esta nueva administración. Son ocho, una de ellas ubicada en la
cercanía del puerto de Progreso. Todas las ZEE contempladas tienen en común su
ubicación en el sur-sureste de México. Concebidas como parte de una política de
reducción de las desigualdades regionales, ameritaron más de dos años de
intensos trabajos para finalmente lograr la expedición de su Ley respectiva
(Ley Federal de las Zonas Económicas Especiales) a mediados de 2016 y los
decretos de declaratoria de las mismas, así como los estímulos fiscales que
atraerían la instalación de industrias nuevas de acuerdo con su vocación.
Tras la
iniciativa de las ZEE había una concepción acerca del desarrollo de la zona más
rezagada del país en función de los indicadores del bienestar: menor ingreso,
menor esperanza de vida, mayor pobreza. Se consideró que solo a través de una
política de incorporación a la dinámica económica mostrada en el centro y norte
de México se podrían reducir las brechas de desigualdad regional. Esto
implicaba una transformación de los motores del crecimiento, al pasar de una
economía fincada en el sector agropecuario y de actividades de autoconsumo,
como sucede en una parte importante del sur-sureste, hacia la industria de
transformación y el desarrollo de los servicios para darles sustento. El actual
gobierno federal ha tomado la determinación de regresar a la región sur-sureste
del país a las décadas de 1950 y 1960. Esos fueron los años de ampliación de la
frontera agrícola, de los desmontes en las entonces selvas altas de la región
para sembrar pastos e introducir ganado bovino. Fue el tiempo de la
colonización de territorios escasamente poblados en el sur de Quintana Roo y de
Campeche, incluyendo las riberas del río Hondo y de la selva de Calakmul. Los
recursos y las posibilidades energéticas de la región sirvieron al desarrollo
nacional. El sur proporcionó petróleo —como en Tabasco y Campeche— y
electricidad a través de las plantas hidráulicas en sus grandes presas, como en
Chiapas. Quintana Roo albergó el más exitoso proyecto de desarrollo turístico
del país, que transformó el norte de la entidad. Y Yucatán, con un enorme
esfuerzo social, logró liberarse del monocultivo henequenero y poner las bases
de su diversificación económica. A más de 50 años de esa estrategia, no cabe
duda de que en términos de la modernización nacional el sur-sureste de México
se encuentra aún en último lugar.
El
proyecto de las Zonas Económicas Especiales (ZEE) busca crear o reforzar
actividades asociadas a la participación de México en los mercados globales.
Forma parte de una estrategia para dejar atrás la mera supervivencia de su
población a través de los subsidios gubernamentales, nunca suficientes para
generar un verdadero desarrollo sustentable. No es remedio único, pero puede
mostrar un nuevo camino para la dinamización económica de la región. Sin
embargo, tal parece que esta puerta hacia nuevas sendas del desarrollo en el
sur-sureste de México se cerró al concluir la pasada administración federal. El
nuevo gobierno tiene otra visión, muy lejana al desarrollo de la segunda década
del siglo XXI y al fenómeno de la globalización. Hasta la fecha, ha mostrado
que sus principales instrumentos de política pública están representados por el
programa “Sembrando Vida”, mediante el cual se pretende reforestar alrededor de
un millón de hectáreas con árboles frutales y maderables.
El
juego favorito de la actual administración es el “suma cero” (uno gana, otro
pierde), lo que significa que las políticas de desarrollo industrial,
incluyendo desde luego a las ZEE, tendrán que ser eliminadas para ser
sustituidas por el reforzamiento de las acciones a favor del autoconsumo
campesino. El mismo proyecto del Tren Maya enfatiza esa visión, en este caso,
decimonónica. En el siglo XIX, la introducción del ferrocarril significaba
progreso y civilización. Comunicaba lugares distantes e inaccesibles,
transportaba mercancía a los mercados y trasladaba a las personas. En el siglo
XXI, el ferrocarril permite menores costos para la carga, oportunidades de
instalación de plantas industriales en lugares relativamente lejanos de los
centros de producción de materia prima o de logística para unir océanos, como
en el proyecto Transístmico. En pocos casos, como en el ferrocarril
Chihuahua-Pacífico, es un atractivo turístico per se. Y contra cualquier
lógica, la propuesta del Tren Maya es que sea un ferrocarril turístico.
Meses
atrás alerté en estas páginas del riesgo que significaba “drenar” las
inversiones destinadas a la ampliación del puerto de altura de Progreso o al
aumento del abasto de gas natural en Yucatán; por ejemplo, para canalizarlas al
proyecto del Tren Maya. La cancelación de las ZEE sería una regresión en las
políticas gubernamentales para reducir la desigualdad regional. En el caso de
Yucatán, la cancelación de la ZEE de Progreso causaría, si cabe, un daño mayor.
Es la única de las ocho con una vocación hacia la industria 4.0: inteligencia
artificial, robótica, sistemas de grandes datos, etcétera. Desde la perspectiva
de los engorrosos trámites burocráticos, es la más avanzada: sólo resta sacar a
concurso la administración general de la Zona. El “sacrificio fiscal” (cuánto
deja de percibir el gobierno por los incentivos fiscales) es mucho menor porque
las tasas son más reducidas que en las otras siete. Aspirar al desarrollo
armónico no es una utopía. En términos de la región sur-sureste significa la
convivencia entre la tradición y la modernidad, mediante políticas sustentables.
Todos podríamos caber, si el gobierno cambia su juego hacia “ganar-ganar”.—
Mérida, Yucatán.