Desigualdad social. De cara al 1 de julio
Dulce María Sauri Riancho
Ocho
horas de diferencia entre los husos horarios de México y Moscú dan una tregua
cotidiana a nuestros afanes futbolísticos. En las elecciones no habrá tiempos
extra. Todo habrá de resolverse en las urnas el primer domingo de julio.
Démonos pues un espacio para continuar con el ejercicio de reflexión sobre
nuestro voto, cuyo sentido habrá de marcar seis años del resto de nuestra vida.
Doy por
sentado que el principal problema del país se llama corrupción, asociada a la
impunidad que impide su castigo. Sin menoscabar su gravedad, al igual que la
inseguridad son problemas coyunturales que requerirán acciones inmediatas de
los ejecutivos federal y estatal, así como de quienes integren las próximas
legislaturas. A mi juicio, el principal reto que enfrenta México es la profunda
desigualdad en las oportunidades para ejercer plenamente los derechos que nos
corresponden como humanos, integrantes de una sociedad. Va más allá de la
situación de pobreza, que es su rostro más lacerante. Se trata de reconocer los
obstáculos que impiden a grandes grupos de ciudadanos/as mejorar su bienestar y
sus expectativas de futuro.
Recientemente
se dio a conocer el estudio “Desigualdades en México 2018”, elaborado por El
Colegio de México. Con cifras provenientes de fuentes oficiales, el trabajo de
esta prestigiada institución nacional describe la coexistencia de dos países:
una extensa región ubicada en el centro y norte, donde se encuentran estados,
como Aguascalientes, que crecen al ritmo de los gigantes asiáticos. La otra
zona, rezagada en todos los indicadores, se localiza en el sur-sureste de
México, en la que Chiapas, Guerrero y Oaxaca ocupan los últimos lugares. Tal
parece que el lugar de nacimiento, no sólo el ingreso familiar, determina el
futuro de las personas. En las entidades más atrasadas, la mortalidad en la
primera infancia es mayor, el ingreso sensiblemente menor que otras partes del
país y la esperanza de vida al nacer, más reducida. La pobreza, de acuerdo con
esta investigación, se reproduce. La educación, principal igualador social,
queda en entredicho, pues los pobres asisten a las escuelas en peores
condiciones, con maestros menos preparados y, en consecuencia, los estudiantes
desarrollan menos habilidades educativas que quienes asisten a planteles en
mejor situación. Además, quienes pertenecen a hogares de altos ingresos
económicos tienen más oportunidad de llegar a la universidad que los provenientes
de familias pobres.
Las
diferencias también se dan entre regiones de los estados. Por ejemplo, quienes
viven en Mérida tuvieron mayor oportunidad de ingresar a la Uady, en el
reciente examen de la Coneval, que quienes provienen de preparatorias del
interior del estado. La desigualdad es más acentuada si es mujer y de origen
maya. No agobiaré con las cifras que ilustran esta realidad. Pueden consultar
el estudio completo en
http://desigualdades.colmex.mx/informe-desigualdades-2018.pdf. Basta señalar
que Yucatán se encuentra justo a la mitad de la tabla en todos los rubros.
Combatir
la desigualdad pasa por el fomento de oportunidades laborales que permitan
generar ingresos dignos y duraderos. Incluye seguridad social, salud y
educación de calidad, en una amplia interacción. Pero existe otra dimensión de
importancia equivalente, la movilidad social, que es la facilidad con la que
una persona puede cambiar su posición de bienestar socioeconómico en la
sociedad. Dice el estudio del Colegio de México que las oportunidades de
ascender en la escala social se encuentran severamente limitadas, que quienes
nacen en una familia pobre, sólo el dos por ciento serán ricos. Esta última
aseveración contrasta con los resultados del Módulo de Movilidad Social Intergeneracional,
que dio a conocer el Inegi a finales del año pasado. Se trata de comparar el
origen y el destino de las personas en tres dimensiones: educativa, ocupacional
y económica. Fueron más de 11 mil entrevistado/as con todo el rigor que impone
el Inegi a sus estudios. Fueron personas —mujeres y hombres— entre 25 y 64 años
de edad, a quienes se les preguntó sobre sus logros educativos y ocupacionales
en relación con sus progenitores. Generacionalmente, corresponde a los nacidos
entre 1952 (64 años) y 1991 (25 años). Lo más sobresaliente de esta
investigación se encuentra en el terreno de las percepciones, pues a los
entrevistados se les preguntó si habían experimentado movimientos o cambios
ascendentes en su bienestar económico, a partir de sus 14 años (1966 para los
mayores; 2005, para los menores). Se indagó sobre el peso de la ocupación y la
escolaridad del principal proveedor/a del ingreso del hogar; sobre la primera
ocupación del entrevistado/a, para observar si cambiaron o permanecieron en
ella, e incluso, se les preguntó sobre el color de piel que percibían tener, en
el afán de conocer si se detectaban obstáculos por su condición racial.
¡Sorpresa! El 56.7% de las personas consideró vivir en mejores condiciones que
sus progenitores (los mayores, 61.1% y los de 25 a 34 años, 51.2%). El 19.8%
expresó que vivían igual que sus padres y el 23.5%, peor que ellos. Otra vez
contrasta la percepción entre los de mayor edad (55-64 años), que sólo el 19.8%
siente vivir más mal, en tanto que el 27.2% de los jóvenes (25-34 años), piensa
que vive peor que sus padres. Existen cruces semejantes por escolaridad y por
autoadscripción étnica. Vale la pena revisar el estudio completo en
http://www.beta.inegi.org.mx/proyectos/enchogares/modulos/mmsi/2016/. Despeja
dudas y combate prejuicios hondamente arraigados. Sobre todo aporta una visión
mucho más optimista del pasado por parte del ciudadano, que aquella difundida
por los críticos.
Revisemos
las propuestas de los candidatos a la presidencia para enfrentar la desigualdad
y combatir la pobreza. Por ahora, les dejo zumbando en el oído el reporte de
“Integralia”, de Luis Carlos Ugalde, donde señala que José Antonio Meade
“obtuvo las calificaciones más altas en un ‘examen’ de factibilidad de
propuestas”.— Mérida, Yucatán.