Filey 2018. Participación de Dulce Sauri en la presentación de la obra "Cartas a una joven desencantada con la democracia".
Agradezco
a la Feria Internacional de la Lectura Yucatán 2018 y a Rodolfo Cobos, su
director, la oportunidad de participar en la presentación de Cartas a una joven desencantada con la
democracia. Interesante reencuentro entre tres personas que, desde
diferentes responsabilidades, vivimos el momento de transición política del año
2000. José Woldemberg, el autor, como presidente del Consejo General del
Instituto Federal Electoral, el mítico Camelot de las batallas electorales, con
los entonces consejeros-caballeros –y una dama- de la Mesa Redonda. Ariel
Avilés Marín, a quien le correspondió presidir el consejo estatal electoral,
integrado bajo las nuevas reglas y con la intervención de la Suprema Corte de
Justicia. Y yo, presidenta del Comité Ejecutivo Nacional del PRI, partido
entonces en el gobierno, derrotado en la inédita contienda del 2 de julio.
Aquí
estamos, casi 18 años después, para realizar una especie de balance del tiempo
transcurrido. ¿Cómo fuimos de la ilusión desbocada por la mera alternancia en
la presidencia de la república, a tender un manto de desesperanza en el futuro?
Este libro nos brinda prometedoras pistas para entender la configuración de
esta coyuntura crítica de nuestra historia.
A modo
epistolar, se desgajan los argumentos y las zozobras. Son 17 cartas escritas
entre el 17 de enero y el 10 de abril de 2017. Dos generaciones concurren en
este libro. Una, la del autor, identificada con 1968, y la otra, la de la destinataria
de las cartas, que puede ser parte de los Millennials (1982-1994) o quizá de la
generación Z, o Centennials, como se designa a los nacidos de 1995 a la fecha.
Poco desvela el autor sobre su joven interlocutora. Primero, me la imaginé como
su hija, pero el rígido “estimada” desvaneció esa posibilidad. Tal vez por lo
convincente de las misivas, en la carta XV, el trato formal se transforma en un
cálido “querida”.
El
fantasma de la decepción flota sobre el libro. No es un juego gramatical al que
induce su lectura. Las preposiciones marcan grandes diferencias. La joven amiga aparece como desencantada “con”
la democracia, tal como la percibe su generación, algo ajeno y distante,
incomprensible e incluso aburrido. El autor, parte de la generación
protagonista de los cambios democráticos de los últimos 50 años, se manifiesta
preocupado “en” la democracia, con las reglas del juego actualmente existentes.
Sin embargo, alerta en sus cartas sobre el peligro de la decepción social, “de”
la democracia, esa frágil “democracia germinal”, de lo que ella significa como
sistema, como forma de gobierno y de vida. Y de las consecuencias que llevaría
su rechazo y su sustitución por otro arreglo político.
En las
primeras cartas, el autor parte de la concepción de la democracia como un
sistema de transmisión pacífica del poder, en que la pluralidad y la
competencia democrática son sus características fundamentales. En las últimas
misivas, su planteamiento es más amplio. Hace alusión al “proceso democrático”,
que rebasa los límites electorales, para acercarse mucho más a la definición
constitucional de la democracia como un “sistema de vida”.
Encontré
tres tipos de cartas: una, donde destaca el autor las virtudes de la democracia
como régimen de gobierno; dos, en las que aborda los riesgos de la democracia,
a partir de experiencias y fracasos; y en el tercer grupo, otea Woldemberg el
porvenir y sus exigencias.
Destaco
la carta IV, que bajo el título de “Nuestra historia reciente”, puntualiza los
avances. Subraya los principios democráticos de mayoría, “siempre contingente”,
de legitimidad del Poder a partir de la voluntad popular y la rendición de
cuentas. En momentos en que es moda denostarlos, el autor reivindica a los
partidos políticos como elementos “indispensables” en el funcionamiento de la
democracia. “…se encuentran en el cuarto de máquinas del Estado. Tienen un pie
en la sociedad y otro bien asentado en las instituciones públicas” (55). Y
añade: “son insustituibles como fórmula de agregación de intereses, como
ordenadores de la vida pública” (65). En síntesis, el autor presenta a la
democracia como un sistema de instituciones que perviven y de representantes
que cambian. Que conjuga estabilidad y cambio y permite alternancia de
gobiernos “sin el costoso expediente de la sangre”. Además, dilata el espacio
público, pues sólo en democracia existe una sociedad civil fuerte.
Varias
cartas dedica Woldenberg a detectar las fuentes de la percepción de la
democracia como fracaso. Ocho son las fuentes políticas desveladas por el
autor. El antipluralismo, que considera que existe “un solo sujeto virtuoso, un
solo programa digno de crédito, un solo ideario correcto” (51). La
gobernabilidad “complicada” de los gobiernos de minoría. Destaco un interesante
concepto: “déficit de pedagogía social”, que ha impedido aquilatar los
esfuerzos sostenidos desde 1977 (seis reformas: 1977, 1986, 1989-1990, 1993,
1994, 1996. En el siglo XXI, 2007 y 2014. La de 1996, de mayor duración, 11
años). Cuatro son las fuentes sociales del descontento con la democracia. De
acuerdo con el autor, la primera es la pobreza, la desigualdad y la frágil
cohesión social, concebidas como una “falla histórica y estructural de México”.
La segunda es el estancamiento económico y su secuela: “…los regímenes
políticos también son evaluados por la capacidad para atender las necesidades
de su población…” (58), nos recuerda. La tercera es la corrupción y la
impunidad, causa de la más grave erosión de las instituciones. Y por último, la
violencia, que desgraciadamente azota regiones extensas del territorio
nacional. En la misma línea de la definición constitucional, el autor afirma
que el fortalecimiento de la democracia pasa porque los ciudadanos perciban
“que sus condiciones materiales de vida mejoran, que se sienten integrantes de
un ‘nosotros’ que los incluye y que son capaces de discernir lo que se juega en
el terreno de la política”. (59). Y esto, es obvio, no sucede ahora.
Me
detengo en la generación a la que pertenecemos los tres integrantes de esta
mesa. Antes o después, nacimos a tiempo para presenciar y participar en el
movimiento de 1968, que se extendió mucho más allá del 2 de octubre. Éramos muy
jóvenes, yo de 16 años, Woldenberg de 15, Ariel no sé, pero presumo que
también, cuando dio inicio en julio de ese año la movilización estudiantil que
confrontó al régimen. Hemos sido actoras y actores de la transformación de las
instituciones del país, de su tránsito del autoritarismo hacia una “democracia
germinal”. Como dice el autor, “…de cara a nuestro pasado, no es poco ni irrelevante
lo que se ha logrado…” (32). Fuimos protagonistas del cenit del proceso de
transición democrática en el año 2000. Pero también lo hemos sido del desgaste,
del desencanto con lo que sucedió después. El domingo pasado tuvimos una
pequeña muestra. Desde distintas trincheras, Leonardo Padura, el escritor
cubano, y Dante Delgado, el político fundador del Movimiento Ciudadano,
compartieron su desencanto. Padura, desde el socialismo, afirmó que es
“universal” y Delgado, cuando afirma: “mi generación le falló al país”. (Revista
R, Reforma, 11 de marzo de 2018). En este sentido, y de alguna forma, este
libro es una defensa generacional.
Estoy
de acuerdo con Felipe González cuando afirma que la aceptabilidad de la derrota
es la esencia de la democracia. Sucedió con el sistema político y con el PRI en
2000. Este momento marcó el fin de un modelo de organización política que había
regido por más de 70 años. Sin embargo, como señala Woldenberg, la alternancia
en la presidencia de la república fue percibida por un amplio sector de la
población como un “milagro”, no como una estación de un largo proceso. Hemos
cargado a la democracia con demasiado peso y exceso de ilusiones. Nos olvidamos
que, como dice el autor, “las elecciones, y en general la democracia, están diseñadas
para solucionar dos problemas específicos pero cruciales: el de la pluralidad
de opciones políticas y el de ofrecer una vía institucional y pacífica para
nombrar y remover a gobernantes y legisladores” (78). Nada más ni nada menos.
Bobbio lo sabía, lo sabe Woldenberg, pero como sociedad quisimos creer que la
alternancia en la presidencia de la república era la estación terminal en la
que, cito, “florecería la armonía y se desterrarían los conflictos”. (96)
Destaco
en especial algo que difícilmente se encuentra en otros textos sobre la
democracia mexicana: el reconocimiento de que lo que pasa en otras latitudes,
también puede suceder aquí. Una especie de soberbia nos ha llevado a
autoexcluirnos de las comparaciones con otros países de América Latina, en
especial durante el periodo de las dictaduras militares del Cono Sur. Es el
sentido de la carta XI, sobre el libro de Julio María Sanguinetti. La agonía de una democracia, publicado
en 2010 en Uruguay y que aborda los diez años previos al golpe de Estado
(1963-1973), cuando cundió el discurso del desprecio a los “grises
instrumentos” del pluralismo: elecciones, partidos, parlamento, como parte de
una élite corrupta. Creció la insurrección guerrillera y se abrió paso al Ejército
para combatirla. Woldenberg cita: “Mucha gente cansada del desorden y la
incertidumbre” vio en los militares la posibilidad de un nuevo orden. Sucede el
golpe de Estado, los nuevos gobernantes se apoderan del discurso
descalificatorio de la política y los políticos y hasta 12 años después, se
restablece el régimen democrático.
La gran
advertencia de José Woldenberg es que la democracia y los procesos democráticos
no están asegurados ni llegaron para quedarse de una vez y para siempre. Cito:
“nada garantiza que nuestras contrahechas democracias estén condenadas a
pervivir: pueden desgastarse, degradarse e incluso ser sustituidas por
regímenes autoritarios”. (96-97). Más frágiles en América Latina, pues la
pobreza y la desigualdad “pueden ser un piso demasiado resbaladizo para edificar
democracias sólidas”.
Las
cartas que he intitulado “de la esperanza”, dan algunas pistas sobre qué hacer
para preservar, -¿o salvar?- el proceso democrático de México. W reivindica la
virtud de las elecciones (XIV) como la construcción civilizatoria que permite
la coexistencia y competencia de opciones políticas no sólo diferenciadas, sino
incluso enfrentadas (77). El autor realiza un recuento de las fuentes que
alimentan el desprecio y distancia con las elecciones. En unos, porque las ven
como fórmulas insípidas, aburridas de cambio político. En otros, porque
consideran que no resuelven los verdaderos problemas Otros más no están de
acuerdo con algunos de los eslabones del proceso y lo que cuestan. Subraya W
que todo es perfectible, se puede modificar, adecuar, mejorar. Otro problema,
señala el autor, radica en quienes no les gustan los competidores, bien sean
partidos o candidatos: quisieran otras opciones. W propone “desandar el camino
transitado en los últimos años”, disminuyendo los requisitos y abrir las
puertas a otros grupos distintos a las opciones existentes. Llama la atención
la falta de consideración del autor sobre las candidaturas independientes de
los partidos políticos como opción para ampliar la oferta política.
A mi
juicio, la carta XVII, titulada “Necesidad de un Estado Democrático y Social”,
pone el dedo en la llaga y abre alternativas de futuro. Coincido con el autor
en que el Estado Social es la tercera opción frente al Estado liberal,
indiferente normativa y políticamente, y el Estado socialista, autoritario y
totalitario. W realiza una pregunta central: ¿cómo hacer viable al Estado
social, de tal manera que sea cimiento de la prosperidad, seguridad y del
bienestar sostenido? El autor propone, como primer paso, repensar el papel del
Estado, de tal manera que retome el mandato constitucional para constituirse en
un Estado Social de Derechos. Esto conlleva en primer término, al compromiso de
construir un “piso social” de satisfacción de necesidades básicas. Sin embargo,
reconoce W, la realidad nos muestra a un Estado con sus capacidades de
intervención disminuidas por una falla estructural añeja, que es la debilidad
fiscal. En consecuencia, propone, se requiere una Reforma Fiscal para financiar
la Seguridad Social Universal, incluyendo una recaudación progresiva y un gasto
público transparente.
Hasta
el momento, hemos sido exitosos en la transmisión pacífica del poder desde
1929. A partir de 1977, en una creciente pluralidad y desde 1996, en
condiciones de competencia política. Como señala Woldenberg, durante el
tránsito democratizador, la centralidad se ha localizado en lo electoral. Sin
embargo, la agenda pendiente –o el gran fracaso- se ubica en la ausencia de un
Estado democrático y social. Es importante ponerle adjetivos a la transición
política: inacabada, si puede ser retomada; o si está frustrada, por lo que
habría que buscar otros caminos; o si ha concluido, en una especie de salto al
vacío que todavía no alcanzamos a reconocer. En este sentido, las alertas de
las cartas pueden brindarnos expectativas.
Ciento
nueve días median de aquí al 1º de julio. Estoy de acuerdo con el autor en que
es obligación moral y política pensar un rumbo nuevo para el país, uno que
permita vivir “en una sociedad humana incluyente e integrada, capaz de ofrecer
solidaridad, protección y justicia frente a los hechos de pobreza, vulnerabilidad,
inequidad y abandono”. Recordemos, como también lo hace, que “no hay ley de la
vida o de la política que garantice que las cosas no pueden ir a peor” (76).
Vamos
otra vez a elecciones competidas. A diferencia del 2000, las instituciones
electorales resienten el desgaste y el cuestionamiento por parte de los
partidos políticos y organizaciones ciudadanas. Los mismos partidos han sufrido
desprendimientos en sus procesos de postulación a los diversos cargos de
representación popular. A todas y todos nos corresponde defender a las
instituciones responsables de garantizar los dos principios básicos de la
democracia: pluralidad y competencia equitativa. Los partidos tienen una gran
responsabilidad con el día después de la elección, es decir, con la normalidad
democrática. No se puede, no se debe, ganar a costa de cualquier cosa. El
“haiga sido como haiga sido” de 2006 fue enormemente costoso para la sociedad,
la democracia y sus instituciones.
Reconozco
que el cumplimiento de la formalidad electoral no es suficiente para garantizar
la pervivencia de la democracia en México. Pero sin ello, sin la legitimidad
que emana de la voluntad ciudadana, no se podría conformar un gobierno capaz de
enfrentar los enormes retos del Estado democrático y social.
El
movimiento del 68 cumple 50 años. Su conmemoración pasa por la revaloración del
proceso de cambio que ha vivido México. Insuficiente, desigual, pero hasta
ahora, esencialmente pacífico. La cuota de sangre que cotidianamente se vierte
en las calles del país no proviene de las disputas por el poder político, sino
por las insuficiencias del ejercicio del gobierno, por el déficit social que
acompaña la actuación de las autoridades. Mientras conservemos las prácticas
democráticas para la transmisión pacífica del poder, eso podrá ser superado.