Doña Fina y la fototeca Guerra. Memoria en tiempos de incertidumbre


Dulce María Sauri Riancho
El pasado viernes se presentó el libro “Fotografía Artística Guerra, Yucatán, México”. Muchas cuestiones son destacables de este esfuerzo. Comienzo por la edición, realizada conjuntamente por la Fototeca “Pedro Guerra” de la Universidad Autónoma de Yucatán y la Cámara de Diputados, a través de Jorge Carlos Ramírez Marín, su presidente hasta hace unos días. En una etapa con abundantes —y muchas veces merecidas— descalificaciones del trabajo de los legisladores, vale la pena destacar este acierto. Hacer del conocimiento del gran público de Yucatán y de otras partes del país de la existencia de un archivo fotográfico en la máxima casa de estudios del Estado representa ya una aportación cultural. Contra viento y marea, la Uady ha mantenido la colección fotográfica puesta a su cuidado, muy importante en tiempos de restricciones presupuestales, cuando lo primero que se corta son los recursos destinados a la cultura y a la historia.
Foto: revista Bicentenario
Los medios de comunicación reportaron puntualmente la presentación del libro y, en algunos casos, realizaron crónicas sobre su contenido. Doce ensayos de diversos autores acompañan sus 317 páginas, dándonos una probadita de las inmensas posibilidades de este archivo para la investigación histórica. Sin embargo, en esta gran celebración por el nacimiento de una obra que apuntala la indispensable memoria colectiva, hay una notable ausencia: no se habla ni se menciona a quien hizo posible la formación del archivo y por consiguiente, todo lo que ha sucedido después, Josefina Gual Lara, viuda de José Castellanos Guerra.

Pedro Guerra Aguilar, hijo del fundador de la empresa fotográfica del mismo nombre, no tuvo hijos con su esposa, María. De acuerdo con los usos de la época, dos sobrinos, niño y niña, crecieron con la pareja, en una virtual adopción que incluyó, en el caso del hombre, su formación para hacerse cargo en un futuro de la empresa del tío. Cuando don Pedro falleció en 1959, su sobrino-hijo, José Castellanos Guerra, heredó el acreditado estudio fotográfico. Diversos padecimientos de salud llevaron a que durante la siguiente década su esposa Josefina tuviera una creciente participación en el negocio familiar, al igual que sus hijos mayores.

Doña Fina, como cariñosamente la llamábamos, después de su matrimonio se dedicó al cuidado del hogar y de sus hijos, seis, y de su padre viudo. En casa de doña Fina y don José conocí a don Antonio Gual García. Ignoraba entonces la importancia política para Yucatán del abuelo de los hermanos Castellanos Gual. El anciano rodeado de libros en su sacrosanto despacho había sido fundador del Partido Socialista, colaborador de personajes como Salvador Alvarado, de Felipe Carrillo Puerto; secretario general de gobierno y gobernador interino en varias ocasiones; en síntesis, un destacado actor en uno de los más turbulentos periodos de la vida yucateca. Quizá rememorando el Congreso Feminista de 1916, don Antonio autorizó a doña Fina, su hija, a asistir a la preparatoria de la Universidad de Yucatán en una época en que estudiar secundaria era un logro para las mujeres. Creo que esa formación familiar influyó en la determinación de doña Fina de conservar las placas de cristal, que fueron el soporte fotográfico durante las primeras décadas de trabajo. Estas placas eran frágiles, pues estaban constituidas por una lámina de vidrio recubierta de una emulsión sensible a la luz. En 1977, parecía mucho más sencillo tirarlas, destruirlas, cuando por necesidades de espacio hubo de efectuarse la mudanza de su local tradicional. Pero doña Fina acudió a su alma máter, la Universidad de Yucatán, aquella que le dio sus estudios preparatorianos, para entregarles en donación el primer lote de “negativos” —así los llamaríamos después— de donde se ha extraído buena parte de las fotografías del libro comentado. Y la Universidad los acogió, en momentos de precariedad y cuando todavía no se apreciaba plenamente la enorme importancia de los archivos históricos. A principios de la década de 1990, siendo gobernadora de Yucatán, tuve la oportunidad de actuar como intermediaria entre la familia Castellanos Gual y la Universidad Autónoma de Yucatán para que la totalidad del archivo fotográfico Guerra fuera a integrarse a la entrega previa. Testimonio de esa tarea fue la edición de un libro, Mérida, el despertar de un siglo (con textos de Eduardo Luján Urzaiz; Cultur-Gob. del Estado; 1992), una pequeña muestra de la riqueza del archivo fotográfico custodiado por la Uady.

Por la decisión de una mujer que optó por el camino difícil de buscar cobijo para lo que entonces se consideraban vejestorios o desechos, en vez de simplemente destruir las placas, nació la Fototeca Pedro Guerra, en la hoy Facultad de Ciencias Antropológicas.

¡En cuántos hogares yucatecos se han entregado a la cartonera los archivos construidos a lo largo de décadas por los padres ancianos! En otros más, valiosos acervos han pasado a integrar las colecciones de bibliotecas de fuera de Yucatán por la incapacidad e incomprensión de autoridades que se niegan a invertir en la adquisición de lo que despectivamente denominan “papeles viejos”. Hace años, Manuel Pasos Peniche expuso poéticamente la destrucción del archivo de “Henequeneros de Yucatán”, institución que dominó la vida económica y política del Estado por casi dos décadas (1938-1955), y su transformación en “techo de irracionales”. Es que los documentos fueron materia prima para la elaboración de láminas de cartón, utilizadas en la techumbre de gallineros y porquerizas.

Necesitamos más personas como doña Fina Gual en Yucatán, conscientes de la importancia colectiva de los documentos y evidencia material del pasado. Que la Uady, el Archivo General del Estado (Agey), la Biblioteca Yucatanense y su Fondo Audiovisual, cuenten con recursos suficientes para preservar nuestra memoria histórica.

No es un gasto, es una necesidad de la sociedad, sobre todo en estos tiempos de incertidumbre y de búsqueda. Al respecto, ¿qué dirán los candidatos?— Mérida, Yucatán.

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