Lento proceso de transformación. Margaritas en otoño
Dulce María Sauri Riancho
¿Usted cree justo, don Adolfo, que
las mujeres no tengamos derecho al sufragio universal nada más porque nacimos
con un sexo que no elegimos? —Margarita García Flores, al demandar el voto en
1952
Desde hace 64 años se conmemora en
México el 17 de octubre la ciudadanía de las mujeres. A partir de esa fecha, la
condición femenina no es impedimento legal para votar o ser electa como
representante popular. Aunque la Constitución y las leyes proclaman la igualdad
jurídica entre mujeres y hombres, la realidad es bien diferente. Los valores,
conductas y tradiciones sólidamente arraigados en la sociedad siguen
considerando a quienes participan en la vida pública y en la política como una
especie de transgresoras al orden establecido. Estas resistencias soterradas
ocultan los prejuicios que todavía subsisten respecto a las capacidades
femeninas para tomar decisiones autónomas cuando llegan a los cargos de
representación, más cuando se trata del poder ejecutivo. En esos casos,
auténticamente se da una búsqueda frenética del varón —esposo, amante, padre,
hijo— que conduce a las mujeres gobernantes y les indica qué camino tomar. A
esta actitud le he llamado el “referente masculino”, sin que esto implique
necesariamente que sólo los hombres son afectados.
El efecto de este prejuicio está a
la vista: las mujeres políticas han tenido que sacrificar en muchos casos sus
relaciones personales, básicamente porque era —y todavía es— muy difícil
conciliar una carrera en ascenso con una relación de pareja estable. Lo que se
da por sentado cuando se trata de un hombre, acerca de poner por delante su
vida pública con el apoyo incondicional de su cónyuge y la familia, en el caso
de las mujeres exitosas ha implicado cuestionamientos políticos sobre el
abandono de su papel tradicional como esposas y madres de familia. No es simple
coincidencia que el estado civil de la mayoría de las mujeres gobernadoras
(siete hasta el momento) o de alto relieve en la vida política, haya sido
soltera, viuda o divorciada. Griselda Álvarez, Amalia García, viudas; Beatriz
Paredes, soltera. Rosario Robles e Ivonne Ortega, divorciadas. María de los
Ángeles Moreno, Socorro Díaz, presidentas de las Cámaras federales, solteras.
La misma Margarita García Flores, figura emblemática en el tramo final de la
lucha por el sufragio femenino, permaneció soltera. En su momento, fui una
excepción como gobernadora de Yucatán, casada, con hijos pequeños (hace más de
25 años). Ahora, es más frecuente encontrar figuras femeninas destacadas en la
política que a la vez son esposas y madres. Tal es el caso de la gobernadora de
Sonora, Claudia Pavlovich, o la ex alcaldesa del PAN en Monterrey. Ejemplo en
contrario es el de las cinco mujeres que han sido postuladas como candidatas a
la presidencia: Rosario Piedra, Cecilia Soto, Marcela Lombardo, Patricia
Mercado y Josefina Vázquez Mota, eran esposas y madres.
Es lento el proceso de
transformación de las tradiciones y costumbres respecto a la participación
política femenina, y a la menor provocación surgen los retrocesos y las
descalificaciones. Esta situación se da a todos los niveles, aún en los más
visibles del quehacer público. Tomo como ejemplo el caso de Margarita Zavala y
su reciente determinación de buscar la candidatura presidencial por la vía
independiente del PAN. El debate sobre su decisión ha sido intenso, centrado en
el impacto de su salida sobre las posibilidades de triunfo de Acción Nacional
en la elección presidencial, pero ahora quiero referirme a una faceta de los
ataques en su contra que no es posible dejar pasar, si de verdad estamos
comprometid@s en la lucha por la igualdad de las mujeres. Resulta que los
ataques y previsibles cuestionamientos de sus adversarios políticos han
enfatizado su relación de pareja con el expresidente de la república. Llamarla
“Señora Calderón” o ponerle el nombre acompañado del apellido de su cónyuge
desde 1993, son formas muy concretas de pretender devaluar su trayectoria y su
capacidad personal de decidir y disminuir su aspiración de ejercer un cargo
público. Atrás de ese hipócrita respeto está el “referente masculino”, el prejuicio
de aquellos que niegan en los hechos la igualdad de las mujeres, en búsqueda
del hombre-marido que le dice qué hacer, cómo conducirse, negándole incluso
autonomía para cometer sus propios errores. A contracorriente de la tradición y
de las descalificaciones, Felipe se ha encargado de enfatizar su relación
igualitaria, sintetizada en la frase “a donde ella vaya, iré yo”, tal como
Margarita lo hizo con él en los seis años de Los Pinos.
Quien pretenda la candidatura
presidencial por el PAN tendrá que deslindarse del gobierno de Felipe Calderón,
de la misma manera que quien lo haga por el PRI tendrá que hacerlo con las
acciones del gobierno actual. “Deslindar” no significa romper, sino distinguir
con claridad las diferencias y similitudes de su propuesta política con
respecto a la desarrollada por su predecesor. Es indispensable para presentarse
como una verdadera alternativa ante el electorado. Esta tarea es más complicada
cuando se trata del cónyuge. Quedar en las generalidades, sin hacer un balance
crítico de la gestión del último gobernante panista sería muy negativo para
Acción Nacional, pero letal para Margarita Zavala. Ser omisa o quedarse “corta”
daría al traste con sus posibilidades de triunfo, menguadas ya por su
determinación de abandonar la estructura partidista que hasta ahora le dio
cobijo.
Margaritas de octubre, Margaritas
transgresoras. Una, García Flores, por demandar la ciudadanía. Otra, Zavala
Gómez del Campo, por pretender ser candidata en un partido político que, hasta
la fecha, ha entendido la participación femenina como un sacrificio, más que un
derecho. ¡Suerte, Margarita de otoño!— Mérida, Yucatán.