Reparto agrario. Cárdenas y el henequén
Dulce María Sauri Riancho
El 8 de agosto de 1937, el
presidente Lázaro Cárdenas expidió el acuerdo por el cual se repartieron más de
360 mil hectáreas de tierras entre campesinos yucatecos. Una tercera parte de
estas tierras pertenecían a casi mil haciendas henequeneras que existían en esa
fecha. No era la primera ocasión en que se ejecutaban acciones agrarias en
Yucatán, pero por vez primera la reforma alcanzó masivamente tierras en cultivo
y explotación de henequén. En esos años, la economía del Estado y de la mayoría
de su población dependía de la producción y exportación de su fibra.
La revolución industrial en el
norte de América y en países de Europa occidental favoreció la mecanización del
trabajo agrícola para liberar fuerza del trabajo y, de esta manera, la modesta
fibra de henequén, conocida y utilizada desde la época prehispánica para hacer
sogas y costales, se convirtió inesperadamente en producto estratégico para el
proceso de transformación en las extensas planicies agrícolas. Sucedió el
último tercio del siglo XIX, cuando Cyrus Mc McCormick inventó la cosechadora
mecánica que requería la fibra que se producía en Yucatán. Aprovechar esa
oportunidad demandó de los hacendados henequeneros grandes cambios en la manera
de producir y procesar el henequén. Se inventaron las máquinas desfibradoras;
se introdujeron las vías decauville; el ferrocarril se desarrolló rápidamente
para transportar pacas de henequén hasta el puerto de Progreso, fundado en 1871
para responder a la demanda internacional de la fibra. Las haciendas henequeneras
se conformaron como unidades agroindustriales de producción, organizadas como
fábricas, con criterios de productividad en el uso de sus recursos. El maíz de
la milpa tradicional fue sustituido por grano que se traía de otras regiones de
México o del extranjero. Yucatán, su economía y su sociedad se volvieron
altamente dependientes de los ingresos henequeneros.
Como es ampliamente conocido, el
panorama favorable al henequén gradualmente comenzó a cambiar. Los altos
precios de la fibra alcanzados a raíz de la I Guerra Mundial marcaron el cenit
de la exportación del henequén. A partir de la década de 1920 surgieron nuevas
regiones productoras en el mundo, como en las colonias británicas y alemanas de
África. La innovación industrial creó una máquina cosechadora —la Combine— que
ya no requería de la jarcia yucateca para funcionar. La nueva maquinaria
desplazó gradualmente a los equipos que demandaban la fibra yucateca. Por si
fuera poco, la aparición de las primeras fibras sintéticas impactó a la baja el
uso de fibras naturales. Los fantasmas de la competencia y sobre todo, de la
obsolescencia tecnológica amenazaban la otrora boyante actividad henequenera.
La sociedad y el fisco de Yucatán
se acostumbraron al tiempo de la prosperidad. Los hacendados pensaban que nada
podía sustituir al henequén. Vino la Revolución y, con ella, la liberación de
los peones de las haciendas henequeneras, que permanecieron trabajando como
asalariados del campo. Lázaro Cárdenas comprometió una solución a la injusta
distribución de la riqueza que, aun menguada, generaba el campo henequenero. Lo
hizo como candidato y cumplió como presidente. Visto en retrospectiva, el
presidente de la república tuvo una disyuntiva para resolver el problema de
justicia social existente en Yucatán. Pudo hacerlo considerando a las haciendas
henequeneras como fábricas, a los hacendados como patrones y a los peones, como
trabajadores de las mismas. Por tanto, pudo haber apoyado los contratos
colectivos de trabajo, la jornada laboral de ocho horas, el reparto de
utilidades, entre otras demandas propias del movimiento obrero de la década de
1930.
La alternativa era la solución
campesina, como se hizo en otras partes del país —como Nueva Italia, Michoacán
y la Comarca Lagunera—, asignando una parcela para cada beneficiario, que éste
se encargaría de cultivar. Cárdenas se decidió por este camino. Repartió las
tierras de las haciendas henequeneras entre casi 23,000 campesinos, para crear
272 grupos ejidales. A los hacendados se les respetaron 150 hectáreas sembradas
de henequén por propietario; conservaron, asimismo, los equipos para la
desfibración de sus pencas. Con el reparto agrario, la unidad productiva de la
hacienda henequenera fue desintegrada. Hubiera sido necesario mantener la
combinación “cuatro por cuatro”, es decir, un cuarto de superficie dividida
entre tierras en cultivo, en explotación, las que se encontraban en decadencia
y la parte de descanso, para su recuperación y para disponer de los recursos
del monte. La inmensa mayoría de los nuevos ejidos carecían de esa proporción,
indispensable para su correcto funcionamiento. Además, quienes trabajaban los
planteles, casi 13,000 peones “acasillados”, que eran los jornaleros de las
haciendas henequeneras, quedaron fuera de la acción agraria.
Meses después del reparto, en
febrero de 1938, surgió el “Gran Ejido Henequenero” y la Asociación
“Henequeneros de Yucatán”, que sumaba tierras y recursos procedentes de los
nuevos ejidos y de los ex hacendados, bajo la conducción del gobierno estatal.
Fue un intento de reintegrar la unidad productiva, ahora sobre las nuevas
condiciones sociales.
Falta a la verdad quien afirma que
la crisis del henequén fue consecuencia directa del reparto agrario. Cuando se
distribuyeron los henequenales en 1937, ya estaban presentes todos los factores
que habrían de manifestarse plenamente después de la transitoria prosperidad
ligada a la II Guerra Mundial. La dependencia del henequén creó una cultura y
una organización productiva que tardamos años en desmantelar. Ahora sabemos que
Yucatán no debe ligar su destino a una sola actividad; que la diversificación y
el desarrollo armónico de los distintos sectores son indispensables para la
sustentabilidad económica y la justicia social. ¿Habremos aprendido la
lección?— Mérida, Yucatán.