Ancianidad en Mérida. Vejez vulnerable
Dulce María Sauri Riancho
La ropa
gastada de María Elena Gómez Magaña se encontró sobre sus huesos y cabellos. La
nota publicada en el Diario el viernes pasado da cuenta del hallazgo de los
restos mortales de esta mujer de 81 años, cuyo fallecimiento aconteció
alrededor de un año atrás, según calculan los forenses. Los vecinos no se
percataron de su ausencia, ni siquiera porque cesaron sus paseos para maldecir
a quienes se encontraba por su camino. Por esas excentricidades era apodada “La
bruja de la Vicente”, además de su supuesta afición a sacrificar gatos. Hubo de
transcurrir ¡12 meses! para que se descubriera su muerte, cuando la
descomposición de su cuerpo la había dejado en calidad de osamenta. Ni siquiera
el olor alertó a los vecinos de que algo raro sucedía en su calle.
Doña
María Elena no vivía en un apartado rincón de la geografía yucateca, sino en la
populosa colonia Vicente Solís (calle 26, entre 81A y 83) de esta capital. La
pregunta que salta de inmediato es la relativa a las ausencias. ¿Puede una
persona, adulta mayor, desaparecer sin más, sin que nadie la extrañe y menos se
preocupe por ella? Antes de leer esta nota hubiera apostado a que eso no
sucedía en Yucatán, mucho menos en Mérida. Que las familias se hacían cargo de
los ancianos, padres, tíos, abuelos. Que los cuidaban y protegían, aunque
muchas veces esa atención significaba dividir lo poco entre más. Que las redes
de solidaridad vecinal, en buena medida sostén de la seguridad pública, estaban
esencialmente intactas, a pesar de los cambios sociales que han acontecido.
Cada vez escasean más los recursos monetarios para atender a los viejos, en las
familias y en la sociedad. Parece que las redes de la asistencia social
dedicada a proteger a los más vulnerables no alcanzaron a llegar hasta el hogar
de doña María Elena, donde vivía sola y en extrema pobreza. Mujer, pobre,
anciana, sin hijos: situación de máxima alerta para las instituciones de
asistencia pública. Nadie acudió.
Durante
muchos años nos acostumbramos a los problemas de una sociedad donde predominaban
los menores, en la que los ancianos representaban una proporción muy pequeña de
la población total. La esperanza de vida comenzó a incrementarse en forma
sostenida apenas hace 50 años. Ahora, un(a) niño(a) que nace en Yucatán aspira
a vivir 75.4 años: 72.9 si es hombre y 78 años si es mujer. Este aumento de la
duración de la vida ha hecho que casi ocho de cada 100 yucatecos actuales sean
personas mayores de 65 años. Hay más mujeres que hombres ancianos. Pero su
condición es distinta. Para las mujeres de más de 70 años su situación de
vulnerabilidad es más aguda que la de los hombres. La mayoría de ellas son
viudas (50.7%), sin jubilación o pensión. Sólo una mujer de cada tres vive en
matrimonio. En cambio, seis de cada 10 hombres de más de 70 años están casados,
prueba estadística de que la condición masculina empuja a contraer nuevas
nupcias cuando enviuda, en un porcentaje mucho mayor que las mujeres. Un
estudio del Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores (Inapam)
titulado “Comparativo del perfil de las Personas Adultas Mayores afiliadas al
Inapam en los 31 estados y el D.F.”, arroja alguna luz estadística sobre la
situación de l@s ancian@s del país. Un primer dato interesante es que el 100%
de los ancianos yucatecos manifestaron vivir con sus familiares, en tanto que
el promedio nacional es del 80%. Es el más alto de la república, aunque ya
vimos que el caso de doña María Elena no se cumplió. Vivía sola. También el
porcentaje de jubilados y pensionados es más alto, 26% frente al promedio nacional
de 23%, pero a todas luces insuficiente para enfrentar una vejez digna. Además,
si pudiéramos indagar la distribución por sexo, encontraríamos que la inmensa
mayoría de los jubilados son hombres, en tanto que las mujeres pensionadas lo
son por viudez, no por cotización propia. De acuerdo con la información del
Inapam, Yucatán está por debajo del promedio nacional en el porcentaje de
adultos mayores que manifestaron recibir apoyo de los programas federales; por
ejemplo, Prospera (15% frente al 19%); y menos del 5% tienen acceso al programa
65 y más.
La tasa
de crecimiento de la población mayor se ha incrementado notablemente en las
pasadas dos décadas. Y lo seguirá haciendo, cada vez con mayor intensidad. Los
derechos humanos exigen procurar el bienestar colectivo y el sector de los
adultos mayores reclama mayor atención, situación que por desgracia no se
cumple. ¿Qué hubiera sucedido con doña María Elena si una asistente social la
hubiera visitado con regularidad para enterarse de su salud? ¿Hubiera sido canalizada
a sitios especializados en adultos mayores, con cupo suficiente para albergar a
los que así lo requieran? No podemos permitir que sólo la asistencia privada
haga el milagro de mantener al Brunet Celarain o al San Vicente de Paul. Vale
la legislación que ha tipificado como delito el abandono de persona, pero es
insuficiente. Se requiere, con imaginación y audacia, avanzar en la economía
del cuidado de los adultos mayores y en el diseño de las políticas públicas
derivadas de ésta. Es justo, conveniente desde la perspectiva social, pero
también para numerosos yucatecos que llegarán a la ancianidad un próximo día.
El caso de María Elena Gómez Magaña no debe repetirse jamás.— Mérida, Yucatán.