Diezmos y moches. El huevo de la serpiente
Dulce María Sauri Riancho
“Diezmo”
y “moches”. El diezmo alude a la obligación de los fieles católicos de donar a
la Iglesia el diez por ciento de sus ingresos. En la jerga política, es la
aportación que contratistas y proveedores de servicios deben entregar a
funcionarios gubernamentales a cambio de cualquier asignación presupuestal. El
“moche” es otra cosa, muy parecida al diezmo en cuanto a corrupción se refiere,
pero distinta. La palabra alude a “mordida”, pedazo que se cercena de un
presupuesto público destinado a proyectos en los municipios, muchos de ellos
pequeños y con poca capacidad de gestión de los fondos federales. El “diezmo”
se le otorga al funcionario del Ejecutivo; el “moche” proviene del Legislativo
y surge de la posibilidad que tienen los legisladores para “acercar” partidas
del presupuesto anual de egresos a municipios o grupos de la sociedad. Muchas
veces es una gestión desinteresada del legislador, con el solo propósito de
facilitar el camino a las autoridades locales, la mayoría con poca experiencia
en los vericuetos burocráticos de la administración pública. En otros casos, el
favor se cobra con un “moche”. Conlleva, en reciprocidad, favorecer al
contratista amigo del legislador, que resultará agraciado con el contrato
conseguido gracias a la gestión de su amigo, compadre o socio.
Puede o
no mediar concurso de obra, pero el resultado invariablemente recaerá en su
compañía. No es difícil suponer que después de obtenido el contrato, hay un
sacrosanto reparto de la cantidad “mochada” al presupuesto público.
Los
“moches” también pueden provenir de los recursos presupuestales que son
asignados a cada diputado(a) durante el proceso de aprobación del presupuesto
anual, para la ejecución de obras en los municipios de su distrito. Pueden ser
más de 20 millones de pesos, que multiplicados por 500 pueden alcanzar hasta la
astronómica cifra de 10,000 millones de pesos. Disponen de esos fondos
legisladores de todos los partidos políticos, que pueden dar curso a proyectos
de cualquier tipo, sin expediente técnico y, por tanto, sin supervisión en su
ejecución, ya no digamos en su planeación. El desperdicio de dinero en inútiles
y frívolas obras es la consecuencia inmediata de este desorden administrativo
que implica la irrupción del Poder Legislativo en funciones y atribuciones
reservadas, por mandato constitucional, al Poder Ejecutivo, que es el que tiene
los medios institucionales y las personas capaces de analizar la viabilidad de
las propuestas y de llevarlas a cabo.
Habrá
quien diga que el problema del “diezmo” proviene de la época colonial, cuando
los puestos eran vendibles y los funcionarios de la Corona se dejaban sobornar
con singular alegría.
No
discutiré si la situación actual tiene estas añejas raíces, pero indudablemente
son las estructuras institucionales de hoy, frágiles y maltrechas, las que
permiten y protegen estas prácticas.
El
“moche” viene de otro lado y de una fecha cercana. Dicen que se presentó por
primera vez en 2006, cuando Felipe Calderón estuvo a punto de no rendir su
compromiso constitucional ante el Congreso de la Unión por las protestas por el
apretado resultado de las elecciones. El PRI, que habría ocupado el tercer
lugar en la contienda presidencial y era la tercera fuerza en la Cámara de
Diputados, se erigió en el fiel de la balanza que se inclinó a favor del
presidente electo. Pero las negociaciones del nuevo gobierno se complicaron
extraordinariamente, en especial las relativas al Presupuesto de Egresos 2007.
Fue entonces cuando se estableció un mecanismo para “convencer” a los legisladores
de todos los partidos de votar a favor de las iniciativas presidenciales en
materia económica. Consistió en asignar alguna cantidad para que éstos la
administraran directamente, de acuerdo con las necesidades y los compromisos
políticos que pudieran haber contraído durante sus campañas. Así se hizo desde
entonces. El huevo de la serpiente había sido introducido en el Poder
Legislativo a grado tal, que durante varios años la iniciativa del Presupuesto
federal siempre consideró el programa destinado a canalizar esos recursos a los
legisladores. El año pasado, el presidente Peña Nieto (léase Luis Videgaray) no
envió en su iniciativa el monto acostumbrado. Esta omisión no fue obstáculo
para que los diputados establecieran una partida especial que le diera nueva
vida a los programas más proclives a los “moches”. Razones y pretextos
abundaron: que tenían muchos compromisos después de sus campañas (noviembre de
2015); que ya era una costumbre, que sus alcaldes y sus representados les
exigían. En fin, contra viento y marea, la práctica se sostuvo.
El
agudo análisis del doctor Freddy Espadas realizado en las páginas del Diario
encarna con precisión los terribles resultados de la laxitud a la hora de
ejercer recursos públicos. Los afectados tienen rostro y nombre, como el
pequeño Francisco Jadiel Góngora May, quien falleció en Tekax ante la falta de
atención de un hospital que debió haber sido inaugurado hace nueve años pero
que, entre “diezmos” y “moches”, sigue sin entrar en funciones.
¿Cómo
se combate a la serpiente que brotó del huevo, incubado en una transición
política inconclusa y frustrada? Sólo la organización social lo puede hacer,
obligando a los legisladores a aprobar un presupuesto verdaderamente austero,
sin programas y partidas con dedicatoria personal. Así, el ofidio de la
corrupción puede morderse la cola y morir envenenado.— Mérida, Yucatán.