¿De quién es el Viento? (Energía eólica III)
Dulce
María Sauri Riancho
Riesgos
y oportunidades. Los dos se entreveran cuando se trata del desarrollo de
proyectos eólicos en Yucatán. Falta abordar el tema esencial, que tiene que ver
con las personas que resultarían afectadas o beneficiadas en el proceso de
construir y operar los gigantescos generadores encargados de producir energía
eléctrica a partir del viento.
Cada
una de esas enormes torres, que pueden llegar a medir en promedio 80 metros con
aspas de un diámetro de 71 metros, requiere un sólido asiento en la tierra, es
decir, una gran base de cemento, con sus consiguientes pilotes introducidos en
las entrañas del suelo, para poder sostener la estructura. Además, se necesita
construir una red de caminos entre las torres, para proporcionarles
mantenimiento, amén del tendido de cables que conducen el fluido producido
hasta la sub-estación del complejo, conectada a las líneas de alta tensión.
Excavaciones y pilotes, cables, caminos, que de manera directa repercuten sobre
los propietarios de esas superficies, la mayoría de ellas dedicadas a la
producción henequenera, la pequeña ganadería y en algunos casos, a la milpa
tradicional.
El
manto de silencio sobre la naturaleza y los resultados de las gestiones entre
empresarios y pobladores de las comunidades sede de estos proyectos se ha roto
gracias al activismo desatado en Kimbilá. Antes de describir la situación
particular de esta comisaría de Izamal, haré referencia a la Ley de la
Industria Eléctrica, aprobada en el marco de la reforma energética de 2014. La
Constitución estableció que las actividades de transmisión y distribución de
energía eléctrica fueran consideradas “de interés social y orden público”, lo
que en buen castellano significa que tendrán preferencia sobre cualquier otra
actividad para aprovechar el suelo o el subsuelo, incluyendo la agricultura de
todo tipo. Sin embargo, en las tierras destinadas a la generación de la
electricidad –instalaciones termoeléctricas, hidroeléctricas, energía solar o
eólica–, tendrá que haber una negociación entre los propietarios o titulares de
esos terrenos, en este caso los ejidatarios, y los empresarios interesados en
el proyecto. La propia Ley señala que la negociación y el acuerdo deberá
realizarse en forma transparente; que podrán haber “testigos sociales” en los
procesos de negociación. La Secretaría de Desarrollo Territorial y Urbano
(Sedatu) es la institución responsable de atender todos y cada uno de los pasos
para construir el acuerdo, muy especialmente cuando se trata de terrenos
ejidales o comunales. La propia norma otorga a los ejidatarios y comuneros la
posibilidad de solicitar (subrayo la palabra) a la Procuraduría Agraria su
asesoría, incluso la representación en las negociaciones, desde luego
considerando que esta institución actuará como defensora de los intereses de
las organizaciones sociales y no de las empresas interesadas.
Resulta
que en los hechos no es así, al menos en el caso de Kimbilá. La Procuraduría ha
intentado por todos los medios propiciar la firma de un contrato de
arrendamiento de las tierras del ejido del mismo nombre. Tiene casi 5 mil
hectáreas, la mayoría de uso común, con 555 ejidatarios y un importante núcleo
de avecindados, 784. Las asambleas ejidales no han logrado encontrar los
acuerdos necesarios para suscribir el contrato-machote que arrendaría las
tierras por un lapso de 30 años. Algunos dicen que es una pequeña superficie,
menos de 100 hectáreas, diseminadas en terrenos que desde hace algún tiempo
permanecen en un aparente abandono. Que “de lo perdido, lo que aparezca”, es
decir, de no producir nada, al menos recibir una muy modesta renta. Surgen
entonces las preguntas: ¿es todo a lo que pueden aspirar los pobladores de
Kimbilá? ¿Tienen derecho a que una parte de las futuras utilidades del viento
beneficien a sus habitantes? Ofrece Elecnor una renta simple de la tierra, los
pedacitos donde instalarían las moles de concreto y los cimientos de las
torres, pero nada hablan de una posible participación en las regalías que
recibiría la empresa por vender el viento. ¿Qué pasaría si el compromiso se
basara en un por ciento de las ganancias anuales para los ejidatarios y sus
familias, un 3, un 5%? Conste que pongo un solo dígito para no espantar a las
buenas conciencias que consideran inadmisible que el sector social participe de
las utilidades generadas por el neoliberalismo verde. No estoy descubriendo el
hilo negro. En otras partes del país, como Tamaulipas, se ha logrado alcanzar
un acuerdo sobre estas bases.
Kimbilá
es, desde hace años, centro de bordado y de maquila de prendas de vestir. La
mayoría de sus talleres están encabezados por mujeres, esposas, madres o hijas
de los viejos titulares de los derechos ejidales, sin que a ellas, ni a sus
hijos, les corresponda algún beneficio procedente de las nuevas actividades.
Las y los jóvenes de Kimbilá, más estudiados que sus padres, muchos de ellos
profesionales, estarán más conscientes y decididos a concretar una oportunidad,
y no simplemente a recibirla como dádiva. Tal vez exista la preocupación de que
Elecnor se vaya a otra parte de la extensa franja costera yucateca. Desde luego
que existe esa posibilidad, pero también la de lograr un acuerdo que sirva de
ejemplo para el porvenir, en que la apropiación de un bien público por una de
las partes pueda ser directamente considerada en beneficio de todos.
La
tiranía del espacio me impide plantear otras cuestiones que necesitan ser discutidas
y analizadas, relacionadas con el medio ambiente, las especies animales,
especialmente murciélagos y aves, así como las posibles repercusiones de las
estructuras en el subsuelo. También me queda pendiente comentar sobre los
proyectos de energía solar, como los de Ticul, San Ignacio y Kambul. Habrá
oportunidad. Mientras, les dejo una pregunta: ¿de quién es el Viento?— Mérida,
Yucatán.