A descontaminar. Ecosistema de la corrupción
Dulce María Sauri Riancho
“Ecosistema
de la corrupción”. Cuando escuché este concepto en labios de Juan Pardinas me
quedé pensando sobre su capacidad para explicar muchas cosas aparentemente
inentendibles que han estado sucediendo en los últimos años. Tras un gran
esfuerzo social y de negociación política, surgieron los órganos
constitucionales autónomos, supuestamente creados para trascender los intereses
partidistas o del presidencialismo agobiante. Años después han mostrado los
mismos síntomas que sufrieron sus antecesores; por ejemplo, la tendencia a
elevarse los sueldos, ya de por sí altos, rentar nuevos edificios y remodelar
sus oficinas, sólo por no cuestionar otro tipo de conductas como la proclividad
de resolver asuntos de su competencia a favor de los más fuertes, en vez de
hacer prevalecer el interés general.
Los
integrantes de los nuevos órganos están supuestamente “blindados” por las leyes
frente a las tentaciones de desviación de sus funciones. Volteamos hacia los
partidos políticos representados en las cámaras, cuyos senadores y diputados
negocian para elegir o ratificar a los comisionados; los responsabilizamos de
hacer prevalecer sus intereses de “parte” sobre los del conjunto social. A los
recién designados les exigimos que apliquen el “deber de ingratitud” en sus determinaciones.
Entonces, ¿dónde y por qué tuercen el camino de independencia de criterio y
ejercicio pleno de la libertad para tomar sus decisiones?
Aquí
entra en juego el provocador concepto de “ecosistema de la corrupción”. Para
los estudiosos del medio ambiente, un ecosistema se define como un conjunto de
organismos vivos y el medio físico en que se relacionan; esto es, una unidad
compuesta de organismos interdependientes que comparten el mismo hábitat.
Sabemos que los ecosistemas se transforman por la acción humana; cuando esto
sucede, se provoca un proceso de adaptación a las nuevas condiciones, sea a
disponer de menor cantidad de oxígeno, a respirar aire contaminado. Los que no
se pueden adaptar simplemente mueren más jóvenes o migran, en busca de mejores
condiciones ambientales.
Algo
semejante sucede con la corrupción. Un servidor público honorable inmerso en un
ambiente institucional contaminado, que demanda aceptación o complicidad de su
parte para funcionar y prosperar, difícilmente podrá conservar sus propósitos
de integridad. Un empresario o una proveedora de servicios a la administración
pública de cualquier nivel que se niegue a participar en las cadenas de
complicidades tendidas en torno a la adjudicación de obra pública y de las
adquisiciones simplemente no ganará uno solo de los concursos. Y si lo hace, ya
está tocado, en primer lugar, en la expectativa de sus ingresos. De allá
provienen las obras de mala calidad, los sobreprecios y en última instancia, el
abandono mismo de proyectos, así sean de alto impacto social como un hospital.
“Quien no transa, no avanza”, parece haberse convertido en el lema de
sobrevivencia en el ecosistema de la corrupción.
Sin
embargo, existe también otro concepto para saber que “no todo está podrido en
Dinamarca”, que existen personas e instituciones que sobreviven y superan las
condiciones adversas a la honestidad y la probidad en el ejercicio de las
funciones públicas. Es la denominada “resiliencia”, que se emplea en ciencias
sociales para explicar las circunstancias y condiciones de las personas que, a
pesar de nacer y vivir en situaciones de alto riesgo, se desarrollan
psicológicamente como individuos sanos y exitosos.
¿Podemos
transformar el “ecosistema de la corrupción”? Definitivamente sí. Debemos
concebirlo como un proceso largo y complejo de descontaminación social, de
recuperación de las instituciones y de creación de condiciones favorables para
que se manifiesten y se reproduzcan los valores asociados a la ciudadanía
plena. En estos días se discuten en las cámaras del Congreso de la Unión las
reformas constitucionales que abrirán paso a un sistema nacional
anticorrupción. A mi juicio, no serán las medidas espectaculares y mediáticas
el remedio más adecuado. Serán las iniciativas concretas que, sin perder de
vista el bosque contaminado, comienzan a talar sus árboles más enfermos y a
destruir las fuentes más notorias de contaminación. Es el caso de la propuesta
presentada por la Coparmex para dotar a Yucatán de una nueva ley estatal de
fiscalización. Se trata de que el Congreso y los diputados ejerzan
efectivamente su función de fiscalizar la forma en que se aplican los recursos
públicos, tanto en el ámbito estatal como en el municipal; que la Auditoría
Superior cumpla con efectividad su función de fiscalizar, pero también y sobre
todo de informar con claridad, pertinencia y oportunidad a la ciudadanía sobre
los resultados de sus trabajos. Hasta el momento, y en el colmo del absurdo,
las cuentas públicas del Ejecutivo y de los ayuntamientos ¡son confidenciales!,
pues sólo se conoce el dictamen que consigna si hubo o no salvedades en la
revisión contable. ¿Dónde, por qué y responsabilidad de quién? Eso,
precisamente, es secreto. Entonces, satisfacer la mera exigencia de acceso
directo a los resultados de las auditorías realizadas por el órgano responsable
sería un primer y gran avance para la ciudadanía.