Soltar lastre. Cuestión de supervivencia

Dulce María Sauri Riancho
Este largo fin de semana, en el cual el calendario hizo coincidir a San Valentín con las fiestas de Carnaval, me facilitó la lectura por internet de varios diarios de la ciudad de México. Lo primero que me llamó la atención fue la tónica de desesperanza que encontré en la mayoría de sus editorialistas. El tono crítico abunda en las páginas editoriales desde hace varios meses. Hasta aquí no hay novedad. Pero lo que sí emerge por vez primera, como si la situación hubiera sido percibida de la misma manera por personajes tan distantes en pensamiento, tendencia ideológica e incluso edad, es la condena al fenómeno de la corrupción. “Tierra de gusanos”, infección de “parásitos corruptos”, son algunos de los calificativos que acompañan los análisis de diversas situaciones, muchas de ellas utilizadas para ilustrar la tesis de que el país ha perdido el rumbo y, en consecuencia, se encuentra a la deriva en medio de graves y profundos problemas para los cuales no se avizora una solución pronta.

No fue “magia negra” contra Peña Nieto lo que provocó el cambio negativo entre los ciudadanos, sino algo más sencillo y a la vez más letal: muchos mexicanos dejaron de creer en sus autoridades. ¿Por qué ahora sucedió, si tantas y reiteradas veces las promesas de campaña se olvidaban junto con el último spot de propaganda y todo se asimilaba sin mayor contratiempo? Tiene que ver con la combinación de una serie de expectativas frustradas y de realidades que, conocidas en medio de la desilusión, contribuyeron a romper los últimos hilos de la confianza ciudadana.

Si algo se esperaba del PRI al triunfar en las elecciones de 2012 era que pusiera en juego su capacidad histórica para gobernar y mantener la disciplina interna que permitiera hacer que la administración pública en su conjunto jalara parejo, en una sola dirección. En esos primeros meses de exitoso ejercicio de la Presidencia, parecía haberse desvanecido el fantasma del fracaso. Se construyó la percepción de que se había configurado un equipo de gobierno que desempeñaba sus tareas en forma articulada; que sumaba e incluía a los adversarios políticos y procuraba integrar a los escépticos. Se dijo, y hasta la fecha se repite, que los problemas, en especial los económicos, eran gestados por aquellos “poderes fácticos” que habían visto afectados sus intereses, en especial en las telecomunicaciones. Que la reforma fiscal hacía pagar más a los más ricos; que la reforma energética haría bajar el precio de los combustibles, a pesar de los nacionalistas trasnochados que querían conservar la propiedad del petróleo para la nación. La mayoría estábamos dispuestos a esperar que las reformas maduraran, que las resistencias fueran vencidas por medio de una firme política de conciliación, que eludiera retrocesos ante las dificultades.

De pronto, algo sucedió que hizo girar 180 grados la brújula de las percepciones de la sociedad. No fue la caída de los precios internacionales del petróleo crudo, que hizo trizas el escenario de una reforma energética destinada a atraer inversión extranjera. La tragedia de los jóvenes de Ayotzinapa tampoco explica por sí misma la ira social desbordada ante la violencia y la actuación de las autoridades de los tres niveles de gobierno. Fue la decepción frente a la fragilidad de una confianza restaurada en el PRI como partido capaz de gobernar, lo que oscureció todos los logros de los primeros meses; que situó a la figura presidencial en el centro de la tormenta, con cada vez menos recursos políticos para jugar a favor de la confianza. Fueron las casas el detonante: la Blanca, la de Malinalco, la de Ixtapan de la Sal. Ni siquiera su tamaño o su costo, habiendo en el pasado de algunos altos funcionarios otras de mayor precio. Y la decepción llegó a alimentar la indignación.

Cada mensaje presidencial en cadena nacional de los últimos cuatro meses tratando de componer las cosas ha provocado desdén y acres comentarios. Parece que se ha perdido aquella proverbial capacidad para probar los más importantes discursos del titular del Ejecutivo en los llamados “grupos de enfoque”. Ni siquiera las formas se han cuidado con el celo que caracterizó antaño el montaje de los escenarios. El brusco cambio de pódium y bandera en plena ceremonia del nombramiento del titular de la Función Pública, iniciada con cuarenta minutos de retraso, habla de que algo está pasando en el equipo más cercano al Presidente.


Como país, no podemos darnos el lujo de dejar ir los próximos cuarenta y dos meses, hasta el 1 de diciembre de 2018, con el titular del Ejecutivo federal seriamente limitado por la falta de confianza de los ciudadanos hacia su gobierno. Ante la gravedad de la crisis no resultaría efectivo el remedio que sugirió Lorenzo Servitje de “acuerpar” al primer mandatario. La carga del esfuerzo para componer las cosas le corresponde al Presidente. Restaurar la confianza perdida, luchar por restablecer la legitimidad de su mandato ante grandes sectores sociales que lo cuestionan es la tarea más importante que tiene ahora Enrique Peña Nieto. ¿Cómo hacerlo? Sólo con hechos concretos que muestren su compromiso para rectificar el rumbo, aunque deje atrás antiguos aliados y políticas públicas que han mostrado su ineficiencia. Ahora es cuando tiene que soltar lastre del pasado. Y eso implica combatir la corrupción, incluso en su entorno más inmediato. Cuestión de supervivencia.- Mérida, Yucatán.

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