El hartazgo de la sociedad en el aniversario de la revolución
Dulce María Sauri Riancho
“¿Listos
para la revolución?” fue la pregunta que me espetó un joven profesional
compañero de natación al comenzar la jornada de ejercicio matinal. La frase me
acompañó durante la hora siguiente, como un eco que demandaba comprender las
razones que podría tener un joven yucateco, en uno de los pocos lugares del
país que se perciben a sí mismos como tranquilos, para sentirse estrechamente
compenetrado con los acontecimientos que suceden en otras regiones.
La
invocación revolucionaria de mi compañero trae consigo un juicio categórico
sobre la imposibilidad de impulsar los cambios por la vía pacífica, cuando la
ciudadanía decide que quienes ejercen el poder público no lo han hecho con
eficiencia y a su entera satisfacción. Sólo un giro radical, se insinúa en la
pregunta del joven profesional, puede afrontar la situación que vive México y
éste se llama Revolución.
Así
pensó una parte de la generación estudiantil del 68, aquellos que en ese año de
la Olimpiada tenían entre 15 y 25 años de edad; de los pocos privilegiados que
podían asistir a los centros de educación superior en un país cuyo promedio
escolar escasamente rebasaba el cuarto año de primaria. Las demandas de
entonces, que giraron en torno a un suceso violento que se entrelazó con la
organización de los Juegos Olímpicos, culminaron trágicamente en Tlatelolco el
2 de octubre.
Al
relevo gubernamental en 1970 se aplicó una doble estrategia: darle cauce a una
parte de esa inconformidad juvenil incorporándolos a las organizaciones
político-partidistas: PRI, CNC, principalmente; a las cámaras de diputados o a
la administración pública. En cambio, a los que optaron por la vía armada, se
les persiguió hasta aniquilarlos, desaparecerlos o recluirlos en las cárceles.
Aun en
la desazón de entonces, había esperanza. Se materializó con la reforma política
de 1977 que dio amnistía a los presos políticos; instauró la pluralidad en los
ayuntamientos y los congresos, con la participación abierta y reconocida de
fuerzas políticas opositoras al PRI. Más aún: la reforma legalizó al Partido
Comunista, que operaba en la clandestinidad y que, tras sucesivas
transformaciones, se convirtió en el PRD.
En
1989, el PRI perdió la primera gubernatura en Baja California. Nunca como
entonces la vía electoral se asumió como la opción para el cambio político. Las
sucesivas reformas garantizaron el respeto al voto, la ciudadanización de los
órganos electorales y el financiamiento público a los partidos, para poder
alcanzar la equidad en las contiendas. En las elecciones de 1997 el PRI perdió,
por primera vez, la mayoría en la Cámara de Diputados y el 2000 trajo la
alternancia partidista en la Presidencia.
Las
estrategias de campaña que siguió Vicente Fox hicieron creer a grandes sectores
de la población que el simple desplazamiento del PRI de la Presidencia de la
República habría de resolver mágicamente problemas de todo tipo. La
incomprensión del momento político y la frivolidad hicieron estragos en la
credibilidad ciudadana sobre la política y los partidos.
Restos
en el arcón
Pero
todavía quedaban restos en el arcón de las esperanzas, que se vieron
frustradas, una vez más, tras la polarización electoral de 2006. El sexenio se
inició con violencia y déficit de legitimidad; y así terminó, con miles de
muertos y desaparecidos, redes criminales extendidas en amplios espacios del
territorio nacional y con un severo desgaste de las instituciones del Estado, en
particular las responsables de la seguridad.
La
elección de 2012 mostró que la disminuida esperanza de los mexicanos todavía
daba para votar pacíficamente y darle el triunfo al PRI. Volvía a gobernar a
una sociedad distinta a la de 1968: urbana, más educada, con acceso a redes de
comunicación que no pasan por los tradicionales medios impresos y electrónicos.
También, más exigente y menos tolerante ante el fracaso de las políticas
públicas o ante el incumplimiento de los compromisos de gobierno.
Año y
medio de resultados, en los que el presidente Peña Nieto sacó adelante su
propuesta de grandes reformas constitucionales en sectores claves de la
economía parecían alejar el fantasma del fracaso gubernamental. Esos éxitos
ocultaron los desaciertos en la estrategia para enfrentarse a la violencia y a
la descomposición que habían alcanzado a los gobiernos municipales y estatales
en varias regiones del país. Y llegó Ayotzinapa.
No ha
sido, por desgracia, el único episodio de extrema violencia en los últimos
meses. Sin embargo, con Ayotzinapa se rebasaron los límites de la tolerancia de
una sociedad que parecía impermeable a las ejecuciones, desapariciones,
secuestros y extorsiones.
La
reacción que cunde se puede sintetizar en la frase: “que se vayan todos”, es decir,
los políticos, los partidos, los legisladores. Como expresión de una exigencia,
no se detiene a considerar por quiénes serían sustituidos; basta con que éstos,
los de ahora, desaparezcan de la esfera de las decisiones políticas. Del
optimismo desbordado de 2000, al pesimismo sin esperanza de 2014.
La
situación es complicada y las alternativas de solución no son sencillas de
imaginar, menos aún de instrumentar cuando quienes tienen la atribución legal
de hacerlo, son los mismos cuestionados en su capacidad y en su honorabilidad.
Culminar la investigación sobre Ayotzinapa es sólo el principio del largo
proceso para combatir la impunidad.
Restaurar
la legitimidad de las autoridades de los distintos niveles pasa por cambios
drásticos a la manera de concebir y ejercer el poder y la representación
ciudadana. Urge que se encuentren nuevos reservorios de autoridad moral que
ayuden al difícil proceso de curación de una sociedad que hoy se mira a sí
misma enferma y desvalida ante la adversidad.- Mérida, Yucatán.