Iguala de la Independencia. Del honor al horror
Dulce María Sauri Riancho
Está a
casi mil quinientos kilómetros de Mérida. Sin embargo, desde la escuela
primaria aprendemos que en Iguala se firmó el pacto que hizo posible la
consumación de la Independencia en 1821. Desgraciadamente, este papel de honor
en la historia de México ha sido sustituido por el horror que han causado los
hechos que, hasta el momento, llevan la dolorosa cuenta de siete personas
asesinadas -entre ellos un joven futbolista de 15 años- y cuarenta y tres
estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa desaparecidos.
A
finales de septiembre, un grupo de jóvenes de esta aguerrida escuela se dirigió
a Iguala, tercera ciudad en población del estado de Guerrero, distante 258
kilómetros, para recolectar recursos que les permitiesen trasladarse a la
ciudad de México y participar en la marcha conmemorativa del aniversario de
Tlatelolco, el 2 de octubre.
Siguiendo
una mala tradición, se dirigieron a la terminal de autobuses para “confiscar”
tres unidades que les sirvieran para su transporte a la capital.
Fueron
interceptados por la Policía Municipal que, en vez de someterlos y consignarlos
a las autoridades responsables de aplicar justicia, los “desaparecieron”,
aunque todo indica que a ellos corresponden los cadáveres semicalcinados que
fueron encontrados en seis fosas excavadas en las goteras de Iguala.
¿Cuáles
son las circunstancias que permiten y propician una situación de violencia
extrema como la que se ha generado en Iguala de la Independencia? La retórica
política marcaría que las causas están en la pobreza y marginación que
caracterizan al estado de Guerrero que, junto con Oaxaca y Chiapas, ocupan los
últimos lugares de la tabla nacional de bienestar. Sin embargo, no es
explicación suficiente. Tampoco lo sería culpar a la historia de haber gestado
un “destino manifiesto” de violencia, a pesar de que sus montañas de la Sierra
Madre del Sur albergaron a las guerrillas de las guerras de Reforma a mediados
del siglo XIX y cien años después, al movimiento armado de Lucio Cabañas y
Genaro Vásquez Rojas, así como al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Más
bien, habría que buscar por el lado de la fuerza institucional indispensable
para poder conducir una entidad. El gobierno es frágil en Guerrero. Ha sido la
entidad de la república en que el Senado ha declarado la desaparición de
poderes un mayor número de veces desde que se estableció esa facultad en la
Constitución de 1917. Son muy pocos los gobernadores de Guerrero que han
concluido su gestión en el plazo para el cual fueron electos, pues acusados de
matanzas de campesinos (1935), de represión de una protesta estudiantil (1961),
de fraude (1975) y otras más, se han visto obligados a abandonar el cargo. En
2015 se cumplen veinte años de la matanza de Aguas Blancas, cuando un grupo de
policías estatales dispararon contra campesinos que se dirigían hacia un mitin,
matando a diecisiete de ellos. Este acto motivó que el gobernador Rubén
Figueroa renunciara, cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación dictó
resolución condenatoria, por grave violación de los derechos humanos.
El
desbordamiento del fenómeno del narcotráfico en todo el país ha tenido en
Guerrero consecuencias funestas.
A la
estructura caciquil prevaleciente se sumó la colusión de autoridades locales y
narcotraficantes, en una combinación explosiva, como lo demuestran los sucesos
de Iguala. La explicación, hasta el momento, radica en la infiltración de la
policía municipal por una supuesta banda autodenominada “Guerreros del Sur”,
que actuando por cuenta propia o por orden de algunos políticos se encargaban de
eliminar a sus enemigos.
El
lunes pasado, el presidente Enrique Peña Nieto anunció la intervención del
Ejecutivo Federal en el municipio de Iguala, con el envío de la recién
estrenada Gendarmería Nacional y el desplazamiento de más unidades del Ejército
Mexicano. Pero ¿llegaron para quedarse o en cuanto se desplace la atención
mediática se trasladarán a apagar otros fuegos dejando todavía encendido éste?
Más
vale reconocer que en Guerrero tenemos un “Estado rebasado”. No es “fallido”,
porque en varias regiones de la misma entidad de alguna manera funciona. Los
guerrerenses trabajan, van a la escuela, tratan de hacer una vida normal en
condiciones de adversidad.
El reto
estriba en cómo reconstruir el tejido institucional, indispensable si se
pretenden poner las bases para hacer lo propio con el tejido social. Más cuando
habrá elecciones de gobernador en menos de ocho meses, el primer domingo de
junio de 2015.
¿Cómo
competirán los partidos si el PAN resiente el asesinato de su secretario
general en el estado; si el PRI tiene una estructura seriamente dañada por las
dos sucesivas derrotas; si el PRD, actualmente en el gobierno, es presa de sus
conflictos internos y el colaboracionismo dudoso de algunos de sus militantes?
Más de lo mismo en Guerrero significa continuar pagando una elevada cuota de
sangre. Se requiere un saneamiento radical de las instituciones y de los tres
poderes que las agrupan: Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
Sólo
así podrán comenzar a restañarse las dolorosas heridas de la impunidad, el
abandono y la indiferencia que han sentado sus reales en la tierra de Vicente
Guerrero, de Juan Álvarez y de la bandera nacional.- Mérida, Yucatán.