¿Preservar o demoler? Colisión de intereses en Mérida
Dulce María Sauri
Riancho
Hace
muchos años, en 1980, asistí a una de las primeras reuniones de coordinación
para elaborar el Programa de Desarrollo Urbano de Mérida. Como novel
planificadora, estaba atenta a las expresiones de los experimentados ingenieros
y arquitectos que participaban. No salía de mi asombro cuando escuché uno de
los “remedios” para evadir las restricciones a las normas que impedían
modificar los viejos edificios del centro urbano de la capital. Consistía
simplemente en taponar los desagües de los techos de las vetustas casonas y
dejar que la lluvia acumulada y la humedad provocaran el deterioro del predio y
así solicitar autorización para demoler los restos y darles un nuevo destino,
ya sin limitaciones. Muchas de las feas edificaciones “modernas” del primer cuadro
del centro fueron construidas en las décadas de 1950 y 1960 bajo este sencillo
procedimiento.
La
respuesta a esta “ingeniosa” maniobra de demolición silenciosa parece haber
sido la declaratoria de Centro Histórico de Mérida, emitida mediante decreto
presidencial en 1982, que se extendió a más de 600 manzanas. A partir de esa
fecha se inició un lento abandono de propiedades cuyos dueños se vieron
impedidos para demolerlas y así vender los predios libres de cualquier
impedimento. Sin embargo, las nuevas reglas no fueron obstáculo para que
continuara funcionando el viejo sistema de la obstrucción de los desagües.
A
finales de la década de 1990 se inició un interesante proceso de revaloración
del Centro Histórico de Mérida. No fue estrictamente económico, sino a través
de una estrategia de rescate de antiguos edificios que fueron restaurados en su
esplendor de antaño, para nuevos usos. La Casa de Montejo y Banamex fueron sus
precursores en la década anterior. La UNAM, con el Sanatorio Rendón Peniche en
los terrenos aledaños a “La Plancha”; la casona de la familia Vales de la 56 y
el CIESAS, con el comodato del predio de la 61 donde funcionó el DAP, son
ejemplos de rescates y nuevos usos, en este caso, académicos y culturales.
Brilla también la restauración realizada en el antiguo edificio La Unión, donde
hoy funciona un hotel boutique de gran belleza. Otro proceso de importancia
para la revitalización del centro de Mérida fue su paulatina recuperación como
zona residencial. Extranjeros de distintas partes del mundo apreciaron las
posibilidades de casas y predios prácticamente abandonados, restaurándolos como
viviendas, conservando sus elementos tradicionales y, a la vez, dotándolos con
todas las comodidades de la vida moderna, como albercas, instalaciones de aire
acondicionado, etcétera. Aunque importante, esta dinámica abarca una porción
relativamente pequeña de la zona contemplada como Centro Histórico de Mérida.
El problema de los edificios en ruinas subsiste y, como lamentablemente
comprobamos la semana pasada, con elevados riesgos para los viandantes de sus
defectuosas aceras. El Ayuntamiento de Mérida estima que existen más de 500
predios en diferentes grados de riesgo de derrumbe. Algunos de ellos, los más
deteriorados, han sido tapiados en sus frentes con piezas de madera, de dudosa
resistencia frente a un colapso como el registrado recientemente en la calle 54
por 65.
Nos
encontramos en una situación que parece enfrentar el interés privado y el
bienestar colectivo. Cómo conciliar estos intereses se vuelve la cuestión
fundamental para darle futuro al Centro Histórico de Mérida. Las autoridades
estatales han anunciado el establecimiento de una mesa de trabajo a donde
concurrirán Protección Civil, el INAH y el Ayuntamiento de Mérida. Importante,
sin duda, pero no suficiente. De interés resulta la propuesta del diputado
Francisco Torres Rivas, quien plantea una reforma a la Ley de Expropiación del
Estado, para darle utilidad pública a los edificios en ruinas. Lo cierto es que
existe incapacidad para trazar políticas integrales en materia de desarrollo
urbano que permitan la preservación del patrimonio histórico y cultural de la
ciudad y, al mismo tiempo, orientar sus edificaciones tradicionales hacia
nuevos usos. Los problemas no se limitan al primer cuadro urbano de Mérida.
Alcanzan también el Paseo de Montejo, donde casonas y residencias languidecen
con un letrero de “Se vende” o simplemente se mantienen cerradas mostrando sin
rubor alguno el abandono al que están sometidas.
No
habrá obra de embellecimiento urbano que dure si los sitios que se pretende
hermosear no adquieren un nuevo uso, bien sea habitacional o comercial. Una
solución podría consistir en la creación de un fideicomiso público-privado para
la adquisición y remozamiento de predios del primer cuadro de la ciudad, para
estimular su utilización por instituciones educativas y culturales, además de
los comercios que podrían establecerse, si hubiera un entorno favorable al
tránsito peatonal. Por otra parte, deberán reforzarse las medidas contra los
propietarios que han abandonado sus predios, que podrían incluir su
expropiación por causa de utilidad y de seguridad pública. No es lo deseable,
pero las autoridades no pueden sólo ser espectadoras del deterioro. Además,
deberá existir una responsabilidad civil sobre los daños causados a terceras
personas, como en el reciente caso. Significa que la acción pública no debe
limitarse a liquidar las cuentas de hospital de los heridos, sino que deberá
apoyarlos para presentar una demanda contra los propietarios del predio donde
ocurrió el derrumbe. El Ayuntamiento de Mérida tendrá que activar todas las
medidas necesarias para cuidar que esta delicada situación no se repita y, al
mismo tiempo, encabezar la adopción de medidas para revitalizar a las casonas y
edificios que languidecen.- Mérida, Yucatán.