Espejos para mirar
Dulce María Sauri
Riancho
Tal
parece que un vendaval ha irrumpido en el Congreso de la Unión. En este mes de
febrero comenzó el periodo ordinario de sesiones y con él, la necesidad
-urgencia diría- de dotar a las reformas constitucionales de diciembre de sus
leyes reglamentarias y de las disposiciones normativas que permitan su
aplicación en el mundo real.
Son
muchas y muy variadas las iniciativas de ley que deberían ahora estarse
discutiendo en las comisiones de ambas cámaras para ser dictaminadas a la
brevedad. Las nuevas normas electorales, incluyendo el nombramiento de 11
nuevos consejeros del Instituto Nacional Electoral (INE), que sustituye al IFE;
la compleja legislación en materia de telecomunicaciones, donde se enfrentan
los poderosos intereses de Telmex-Telcel con Televisa-Azteca. Y desde luego, la
reglamentación que concentra los reflectores internacionales y las iras de una
parte de los nacionales: la reforma energética y su gran cantidad de leyes
secundarias. Conste que sólo menciono las más controvertidas. Y para que el
Congreso pueda concluir su trabajo en el actual periodo de sesiones, sólo cuenta
con escasas nueve semanas, algo más de 18 sesiones, descontadas las vacaciones
de Semana Santa.
En
medio de tal aluvión de temas y disposiciones, vale recordar algunas
experiencias recientes que podrían evitar caer en graves y costosos errores
para el país. Los dos ejemplos que voy a citar tienen un común denominador: el
Estado mexicano, en este caso el gobierno, se quedó con muy pocas facultades
para ejercer una efectiva regulación sobre los agentes económicos privados, los
que al verse libres y autónomos, no han encontrado contrapeso a sus intereses
particulares. Veamos cómo y por qué sucedió.
En
1995 se estableció una nueva legislación bancaria después de que la mayoría de
las instituciones privatizadas entre 1992 y 1994 habían quebrado. El rescate de
las instituciones financieras implicó enormes cantidades de recursos públicos
que todavía se pagan año con año por medio de los pagarés IPAB. El gobierno no
quería ni podía quedarse de nuevo con los bancos, por lo que decidió
desarrollar una estrategia de ventas: los adecentaba (les quitaba la cartera
incobrable) y salía a proponerlos a un reducido precio a cambio de que los
nuevos dueños se comprometieran a operar conforme a criterios de buena
administración. El Congreso decidió poner una especie de “candado” para la
venta de las instituciones saneadas: estableció un límite, que consistió en que
no más del 30% del sistema bancario mexicano en su conjunto pudiese ser
adquirido por extranjeros. Pero, ¡qué necesidad!, cuando se trató de autorizar
la adquisición de uno de los cuatro grandes, que rebasaba con creces el tope
del 30%, el Ejecutivo propuso y el Congreso autorizó, el levantamiento de la
restricción en 1998. Una vez que fue eliminado el valladar, como alud
imparable, en menos de tres años, el sistema financiero mexicano pasó a ser
propiedad de bancos extranjeros. Los efectos de esta condición se palpan todos
los días: una muestra, las decisiones sobre políticas crediticias no se toman
en México, en función de las necesidades nacionales, sino de cara a los
compromisos e intereses relacionados con el país donde se ubica la casa matriz.
Eliminar el “candado” fue sin duda un serio error. El gobierno quería dar por
concluida la privatización bancaria. Y lo hizo…
El
otro ejemplo de fracaso regulatorio es el relativo a los ferrocarriles. También
en 1995 fue reformada la Constitución para que el sistema ferroviario dejara de
ser estratégico (sólo administrado por el gobierno) y pasara a ser prioritario,
lo que hacía posible establecer un sistema de concesiones a particulares. Así
se licitaron, por regiones, entre distintas compañías los miles de kilómetros
de vías férreas del país. El compromiso de las empresas fue realizar las
inversiones necesarias para dotar a México de ferrocarriles modernos, capaces
de contribuir a la competitividad del país. Muy poco se materializó. Por el
contrario, lo que menudeó fueron los conflictos por la interconexión, las altas
tarifas para la carga, el abandono de regiones completas, como fue el caso del
sistema Chiapas-Mayab e, incluso, obstaculizar la construcción de nuevas rutas,
como la Monterrey-Colombia, alternativa ante la cara y saturada ruta a Laredo.
Las autoridades responsables no han podido encauzar los intereses encontrados
porque carecen de facultades para mediar o, en caso de ser necesario, imponer
soluciones en aras del interés colectivo. En estos días, recién aprobadas las
reformas a la Ley Ferroviaria para corregir serias deficiencias, hemos podido
presenciar la intensa reacción de los concesionarios, que pretenden presionar a
los senadores para que cancelen los cambios que los afectan.
En
los bancos y en los ferrocarriles podemos observar los riesgos de una
legislación que no contemple dotar al Estado de herramientas regulatorias
capaces de ordenar los poderosos intereses que se mueven en estos sectores. Va
de por medio el petróleo, la electricidad, los sistemas nacionales de
transporte y distribución de energía, el espectro radioeléctrico. Malas
decisiones en las leyes secundarias harían posible que en un abrir y cerrar de
ojos las compañías extranjeras se apoderen de las partes suculentas del filete
petrolero. Malas decisiones pueden causar la desintegración del sistema
eléctrico nacional, ante la inanición de la CFE. Por estas razones es
indispensable estar muy pendientes de la forma como se elabore esa legislación
secundaria. No sea que el “diablo de los detalles” nos deje sin nada.- Mérida,
Yucatán.