Constitución y memoria. A 97 años del Pacto

Dulce María Sauri Riancho

Hace algunos años, en busca de fomentar el turismo, se decidió que las efemérides que implicaran días de asueto se celebraran en lunes. Si la memoria es la bitácora del espíritu, la institucionalización de los “puentes” vacacionales ha llevado a que el recuerdo del sentido histórico de esas fechas se vaya diluyendo aceleradamente. Pero no sería justo atribuirle a esta decisión burocrático-legislativa el menosprecio ciudadano hacia lo que representa la Constitución aprobada en Querétaro el 5 de febrero de 1917. La mayoría de las personas la perciben como algo de interés para abogados y políticos, de nadie más. Sienten muy lejos de su vida diaria los efectos de sus reformas. Quizá por eso las recientes y numerosas modificaciones a la Carta Magna fueron recibidas con gran indiferencia por numerosos ciudadanos.

Hace 97 años las decisiones de los constituyentes permitieron construir un sistema político y social muy novedoso en su tiempo. Muchos de los diputados constituyentes aún olían a pólvora cuando comenzaron a discutir el proyecto presentado por Venustiano Carranza. Como buen liberal, el entonces presidente de México tenía una visión de mucho respeto al individuo y de poca intervención del gobierno en la promoción del desarrollo. Sin embargo, los constituyentes definieron la propiedad originaria como de la Nación -es decir, de todos- y dotaron al Estado de atribuciones para cumplir su obligación fundamental, que es la de preservar la seguridad de las personas y de sus bienes. La actual Constitución nació en pañales de legitimidad, dotada para representar el nuevo pacto social entre los mexicanos.

Al paso de los años el articulado de la Constitución ha sufrido muchos cambios. En general, fueron respuesta a las transformaciones de un país que pasó de ser rural y poco educado, a urbano y con cierto nivel de escolaridad. No obstante, los llamados “principios pétreos” por Jorge Carpizo se mantuvieron firmes, en tanto que se vivía la centralización del gobierno y la subordinación en la práctica de los poderes Legislativo y Judicial al Ejecutivo representado por el Presidente de la República. Este ciclo ascendente alcanzó su cúspide en la década de 1980, para iniciar un lento proceso de desarticulación, cuyo final fue reclamación de sectores crecientes de la sociedad y la economía.

De la omnipresencia y obesidad, derivamos hacia el Estado débil y ausente de muchas de sus obligaciones para proveer a sus ciudadanos de bienestar y tranquilidad. Un Estado que “reparte el juego” entre los actores económicos tiene que ser suficientemente fuerte para garantizar que el interés colectivo impere sobre la utilidad individual, por legítima que ésta sea. Un Estado débil y un gobierno ausente poco pueden hacer para salvaguardar la Ley sobre competidores que se dan con todo en sus disputas por los mercados y clientes. En los procesos electorales, hubo un corto veranillo de esperanza, cuando pensamos que los cambios habían llegado de una vez y para siempre. Pero la terca realidad de las nuevas formas de compra y coacción del voto, el cuestionamiento de la misma legalidad de las elecciones de un amplio sector de la sociedad, han arrojado densas sombras sobre la capacidad de las instituciones para corregir deficiencias y vicios en esta materia.

El Estado tampoco ha podido garantizar plenamente la seguridad y la vida de muchos mexicanos, en particular los que habitan en las regiones asoladas por la violencia del crimen organizado. Incluso, en una especie de vuelta al pasado, el gobierno federal ha aceptado reconocer a los grupos de autodefensa ciudadana e integrarlos a las instituciones de seguridad pública, como hizo don Porfirio hace más de 130 años con las bandas armadas que menudeaban en el país después de las guerras de Intervención.

En los últimos 16 meses la Constitución ha sufrido el mayor número de modificaciones de su larga historia. Muchos de estos cambios todavía no han sido reglamentados, es decir, traducidos en normas que se reflejen en la vida cotidiana de los ciudadanos. Habrá reelección consecutiva de legisladores y alcaldes, tal como hubo hasta 1932. Habrá inversión y negocios privados en petróleo, gasolinas y gas, como antes de la nacionalización de 1938. Habrá la posibilidad de gobiernos de coalición, para responder a una nueva pluralidad política. Habrá más órganos constitucionales autónomos, que no dependan ni del Congreso, ni del Poder Judicial, mucho menos del Presidente, tal como el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (INEE) y el IFAI, para la transparencia y el acceso a la información. La Comisión de Competencia Económica tendrá más atribuciones. Habrá también una Comisión Nacional Anticorrupción y una Fiscalía General de la República, autónoma del Ejecutivo, entre otras muchas y profundas reformas.


Creo que no nos hemos percatado de la magnitud de estas transformaciones. El eje del pacto social de la Constitución casi centenaria se ha desplazado. Aquellos principios, duros e inamovibles como una piedra, se han erosionado, o simplemente han sido sustituidos por otros. El Estado, ese ente que abarca a los tres Poderes, a los órganos constitucionales autónomos; el responsable de nuestra seguridad; el que otorga legalidad y representación al gobierno en su conjunto, está modificando sus bases fundacionales. Es una sociedad distinta a la de 1917, cierto, pero que demanda un Estado fuerte que le brinde a los ciudadanos la oportunidad de prosperar en paz y justicia. Sólo así adquirirían sentido pleno las reformas a la Carta que contiene el todavía pacto fundamental entre los mexicanos.- Mérida, Yucatán.

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