Reforma político-electoral
Dulce María Sauri
Riancho
Ha
llegado el tsunami a la Constitución. En unos cuantos días, un elevado
porcentaje de los 136 artículos que la componen está sufriendo importantes
cambios. El “maremoto” constitucional trae consigo dos espejismos, entendidos
como “ilusión, concepto o imagen sin verdadera realidad” (RAE). El primero
proviene del Senado de la República, donde se encuentra todavía en proceso la
reforma energética. El otro, igual de trascendente, se desprende de la reforma
político-electoral. Esta última, aprobada inicialmente en la Cámara Alta,
sufrió modificaciones en la de Diputados, por lo que tuvo que regresar de nuevo
para una previsible y final aceptación por parte de los senadores.
Si
midiéramos sólo por cantidad, la reforma político-electoral se lleva de calle a
todas las demás, incluyendo desde luego a la del petróleo. La friolera de 30
artículos constitucionales fueron modificados y, además, se aprobaron ¡22!
transitorios. En el componente electoral, los cambios conllevan la desaparición
del Instituto Federal Electoral (IFE) y de los institutos estatales, como el
Ipepac, para ser sustituidos por el Instituto Nacional de Elecciones,
responsable en adelante de organizar todos los procesos electorales que se
celebren en el país. El INE nace con mal fario, pues todos los especialistas,
sin excepción, hablan de él como si fuera un engendro de Frankenstein,
construido sobre los pedazos de las instituciones electorales de la transición
democrática, sin más orden y concierto que la urgencia de cumplirle al PAN su
exigencia, a cambio de asegurar sus votos para la reforma energética.
Habría
muchísimos temas a destacar en la parte política de esta reforma. A diferencia
de su componente electoral, producto de la improvisación y la coyuntura
favorable a la presión irresponsable por parte del PAN, la política proviene en
buena medida de las Mesas para la Reforma del Estado, que regidas por una ley
aprobada ex profeso para ello se desarrollaron entre 2007 y 2008. En esta
ocasión, la cantidad de cambios ha oscurecido la transcendencia de importantes
medidas del Congreso para crear nuevas instituciones. Por ejemplo, casi
desapercibida ha pasado la determinación de crear la Fiscalía General de la República
como órgano constitucional autónomo. Vendrá a sustituir a la PGR y nadie, desde
el presidente de la República, Congreso, etcétera, podrá interferir en sus
decisiones.
La
reelección consecutiva de legisladores y presidentes municipales se ha
presentado como la panacea, el remedio mágico que podrá curar de un solo tirón
los vicios y defectos del Poder Legislativo en su relación con la ciudadanía.
Se dice que gracias a la posibilidad de premiar o castigar con sus votos al
representante popular que aspire a ser reelecto, los ciudadanos podrán ejercer
efectivamente su poder, menoscabado en la actualidad por los partidos
políticos. También se menciona con insistencia que la reelección consecutiva
fue prohibida a principios de la década de 1930 para subyugar al Congreso por
parte del Ejecutivo, encabezado entonces por personajes afines a Plutarco Elías
Calles, por lo que había que restaurarles el ejercicio pleno de su soberanía.
Ni uno ni otro. En esos años, la reelección de diputados y senadores había
propiciado la formación de camarillas en torno a los gobernadores, muchos de
ellos provenientes de los ejércitos revolucionarios y proclives todavía a
imponerse por la fuerza de las armas, por lo que se decidió eliminarla.
Nada
garantiza que no veamos en los próximos años una reedición de esos problemas de
80 años atrás, ahora en pleno Siglo XXI. Y la razón es sencilla: los partidos
políticos (PRI y PAN, abiertamente; PRD, con cierta vergüenza) se encargaron de
poner un poderoso candado para garantizar que sólo los legisladores que apruebe
su dirigencia podrán ser postulados de nuevo. Si algún representante popular,
por diferencias con sus líderes y cercanía con sus representados, pretende
cambiar de partido para ser de nuevo postulado, no lo podrá hacer, salvo que a
la mitad de su ejercicio realice el cambio, por supuesto muy difícil de
satisfacer. De esta manera, los partidos reforzarán su hegemonía sobre los
ciudadanos. Sólo podrán ser postulados para la reelección aquellos que los
propios partidos decidan que les son fieles. Vistos en la tesitura de tener que
elegir entre complacer a sus líderes o apoyar a la ciudadanía, ¿por quién creen
que se definirán?
Por
si no fuera poco, el riesgo de que grupos de legisladores representen intereses
de facción, no de ciudadanos, es muy elevado. El fenómeno de la “telebancada”
se multiplicará: bancos, grandes empresas, todos aquellos que puedan “ayudar” a
la reelección de sus legisladores afines intervendrán. Ni siquiera tendrán que
tomarse el trabajo de presionar cada tres o seis años, para que sus protegidos
sean postulados. Podemos sonreír con incredulidad, pero el ejemplo de la
Asociación del Rifle en los Estados Unidos, que ha logrado hacer imposible la
prohibición de tenencia de armas en ese país, ilustra hacia dónde conducen
estos caminos, aun en democracias consolidadas como la norteamericana.
Dicen
que un tsunami o un terremoto pueden cambiar la inclinación del eje
gravitacional de la Tierra y provocar enormes transformaciones. En este
sentido, la reelección consecutiva contribuye a modificar el eje gravitacional
del sistema político mexicano. ¿Estamos conscientes de sus consecuencias y
preparados para enfrentarlas? Yo diría que no…- Mérida, Yucatán.