Espejismo de la Fiscalía General

 

La Fiscalía General de la República fue, quizá, la última gran institución de la transición democrática mexicana. Su carácter de órgano constitucional autónomo, incorporado en la reforma político-electoral de 2013 (publicada en febrero de 2014), parecía completar el entramado institucional que buscaba garantizar contrapesos reales en el Estado mexicano. Con un INE reforzado, un INAI elevado a rango nacional y un fiscal con duración transexenal, se creyó haber respondido a la antigua demanda de una procuración de justicia independiente de los ciclos sexenales y ajena a presiones políticas para perseguir —o dejar de hacerlo— a quienes infrinjan la ley.

Era la expectativa. Hoy parece claro que también era una ilusión.

Aunque la Fiscalía nació constitucionalmente en 2014, su vida real comenzó en 2019, con su primera Ley Orgánica. En ese marco fue designado Alejandro Gertz Manero como el primer fiscal “autónomo”, un funcionario del Estado, no del gobierno en turno. Ese era el concepto, esa era la esperanza.

Para esa fecha, varios indicios ya mostraban las grietas del modelo de autonomía e independencia del órgano de procuración de justicia. En distintos estados se había replicado la figura de fiscalías autónomas con periodos de siete o nueve años. Pero al llegar nuevos gobiernos, los fiscales renunciaban en automático, como si fuesen parte de la administración saliente. La autonomía transexenal quedó en el papel.

Hubo casos dramáticos: en Veracruz, el primer fiscal autónomo terminó encarcelado en un intento evidente de forzar su dimisión. En Morelos, la persecución contra el fiscal estatal llevó incluso a que la FGR solicitara su desafuero bajo el argumento de no haber aprobado un examen de confianza. Los enfrentamientos entre gobernadores entrantes y fiscales que se negaban a renunciar se multiplicaron. La revisión de estas experiencias revela una verdad incómoda: la autonomía de las fiscalías ha tenido un altísimo índice de “mortalidad institucional”. El diseño transexenal no resistió la presión política de los cambios de gobierno.

En ese contexto, lo ocurrido el pasado 27 de noviembre —cuando el fiscal Gertz presentó su renuncia a un cargo que, por su naturaleza, no es renunciable—, no debería sorprender. Aun perteneciendo al mismo movimiento político, era una herencia del régimen anterior. Diferentes formas de interlocución con la Presidencia, agendas contradictorias, y la evidencia de que el cargo no ofrece protección suficiente frente al poder político, terminaron por cerrar el capítulo de una fiscalía formalmente autónoma que carecía de autonomía real. No es necesario especular sobre los motivos de la renuncia; basta constatar que el diseño institucional no la impidió.

La pregunta es inevitable: ¿y ahora qué?

Entre el regreso y el salto: dos rutas posibles

La primera posibilidad es volver al modelo previo a 2014. En esa etapa, la Procuraduría dependía orgánicamente del Ejecutivo federal. El presidente enviaba una terna y el Senado elegía a quien la encabezaría. Se sabía con claridad que formaba parte del gobierno. Su principal defecto, evidente, era su dependencia sexenal. Su principal virtud, no menor, era la honestidad institucional del diseño: nadie presumía una autonomía que no existía.

La segunda opción —y la más transformadora— consiste en dar un salto adelante y asumir plenamente el principio de representación pública.

Elegir por voto directo a la persona titular de la Fiscalía General de la República.

Si la o el fiscal general es quien representa a la sociedad en la procuración de justicia, si encarna la defensa de nuestras libertades, de nuestra integridad y de nuestra seguridad frente al delito, tiene más sentido —y mayor legitimidad— que sea electa directamente por la ciudadanía, no designada mediante acuerdos políticos. Y, para equilibrar el poder conferido por la elección popular, sería indispensable establecer un mecanismo claro y funcional de revocación de mandato, accesible cuando la sociedad pierda confianza en su fiscal.

Sé bien que esta propuesta puede sonar a quimera en un régimen que ha hecho de la concentración del poder su objetivo único, que percibe cualquier autonomía —incluso la institucional— como una amenaza. Pero justamente por eso es urgente cerrar el ciclo del espejismo: no existe, ni ha existido, una fiscalía independiente en el sentido pleno que la Constitución quiso otorgarle.

Si el modelo actual ha fracasado, si la autonomía individual no resistió en los estados y tampoco a nivel federal, es momento para decidir si normalizamos la dependencia del Ejecutivo o si apostamos por la legitimidad democrática del voto. El propio régimen impulsó la elección de jueces, magistrados y ministros bajo el argumento de devolver el Poder Judicial al pueblo. Con mucha mayor lógica —y mayor relevancia para la vida cotidiana— podría elegirse no a quien interpreta la ley, sino a quien investiga el delito y asegura el castigo para los responsables.

Más aún. Si de coherencia institucional se trata, también habría que elegir a los fiscales estatales. El diseño que fracasó en casi todas partes, como lo demuestran Morelos y Veracruz, no se corregirá repitiendo el mismo modelo y esperando resultados distintos.

Epílogo de una ilusión

La transición democrática mexicana apostó por la creación de instituciones autónomas para limitar al presidencialismo y para construir un sistema de contrapesos. Algunas han resistido, las menos; otras fueron debilitadas. La Fiscalía General, en cambio, nació débil y no logró consolidarse. Diez años después, el espejismo de su autonomía ha quedado al descubierto de manera grosera. No es sostenible afirmar que tenemos fiscalías autónomas cuando la realidad demuestra lo contrario.

Hoy, frente a una franca regresión institucional, corresponde actuar con claridad y sin simulaciones: o asumimos un modelo dependiente y regresivo, o construimos uno verdaderamente democrático.— Mérida, Yucatán

dulcesauri@gmail.com

Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán

 

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