Del federalismo negociado al castigo presupuestal
Las declaraciones de Luisa María Alcalde, presidenta de
Morena, revelan con una nitidez poco habitual la profundidad de la regresión
democrática en curso. Ante legisladores locales de su partido, Alcalde fue
categórica: en los estados donde Morena es oposición —Aguascalientes,
Chihuahua, Guanajuato, Querétaro, Coahuila, Durango, Jalisco y Nuevo León— los
diputados de Morena y aliados deben votar en contra de los presupuestos
estatales para 2026. La razón, explicó, es sencilla: esos gobiernos votaron contra
el Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF). “Es una posición de Morena”,
dijo. “Lo que no puede pretender la Oposición es votarle en contra del
presupuesto a la Presidenta… y luego pensar que en sus entidades federativas
nosotros sí tenemos que aprobarles el presupuesto, es el colmo”.
No se trata de una frase suelta, ni de un exabrupto. Es la
verbalización cruda de una lógica política que no deberíamos normalizar: la de
convertir los presupuestos públicos en instrumentos de castigo partidista.
Alcalde no describe un desacuerdo democrático, sino un mecanismo para
“disciplinar” discrepancias que contradice las bases mismas del federalismo
cooperativo construido en México durante las últimas cuatro décadas. El mensaje
es claro: quien no se alinea, paga. Y quien gobierna un estado de otro partido,
paga doble.
Es útil recordar que uno de los pilares de la transición
democrática mexicana fue precisamente la descentralización del gasto público.
Desde la Ley de Coordinación Fiscal de 1979, que normalizó la distribución de
ingresos entre Federación y estados, hasta la creación del Ramo 33 en 1997, el
federalismo fiscal se diseñó para impedir que la Federación pudiera premiar o
castigar territorios según su preferencia partidista.
La lógica era sencilla: si la pluralidad iba a expresarse en
estados y municipios, esos gobiernos necesitaban garantizar que podrían aplicar
políticas públicas básicas y presupuestos —educación, salud, infraestructura
social— sin depender del humor del Ejecutivo federal. La descentralización del
gasto público, en otras palabras, fue condición para que la democracia
territorial tuviera contenido.
Hoy asistimos al desmantelamiento de esa arquitectura. La
desaparición de fondos específicos para estados y municipios; la absorción de
recursos estatales del sector salud mediante convenios para integrarlos al
IMSS-Bienestar; la eliminación de fondos metropolitanos, de seguridad
municipal, de cultura, deporte y del Fondo Minero; y la reconcentración de las
decisiones presupuestales en las oficinas de Hacienda (SHCP) configuran una
tendencia inequívoca: el regreso al hiperpresidencialismo financiero.
En ese contexto, las palabras de la presidenta de Morena no
son anecdóticas: son la confirmación de que el presupuesto vuelve a utilizarse
como un arma política. Y como toda arma de este tipo, su efecto no se limita a
la oposición. También “disciplina” a los gobernadores del partido en el poder.
Porque aquí hay una verdad que muchos prefieren susurrar: los estados
gobernados por Morena también están siendo asfixiados presupuestalmente, solo
que lo sufren en silencio, sin fuerza ni voluntad política para denunciarlo.
Algunos ni siquiera intentan gestionar lo que antes era parte rutinaria del
federalismo fiscal; otros padecen recortes que afectan hospitales, escuelas,
carreteras, seguridad pública y servicios municipales básicos, pero callan para
no confrontar al “centro”. La lealtad partidista exige silencio, incluso cuando
el silencio cuesta vidas.
La interlocución en San Lázaro: de la negociación plural al
trámite automático
Otro de los grandes logros de la transición democrática fue
transformar la aprobación del Presupuesto de Egresos de la Federación en un
proceso plural. Desde 1997, cuando el PRI perdió por primera vez la mayoría
absoluta en la Cámara de Diputados, el presupuesto dejó de definirse en los
corredores de la Secretaría de Hacienda y se trasladó a los pasillos de San
Lázaro. Por primera vez, gobernadores, presidentes municipales, universidades,
cámaras empresariales y organizaciones civiles encontraron un canal institucional
para participar en las decisiones del gasto.
Hubo excesos, sin duda: el episodio de los “moches” es la
muestra más visible de cómo prácticas indebidas pueden infiltrarse en espacios
de negociación. Pero ese episodio —mediático, estridente, aislado— no desmiente
el valor democrático de la interlocución plural que se construyó durante dos
décadas. El Congreso discutía, modificaba, reasignaba. Y, sobre todo,
representaba.
Desde 2018, esa interlocución se extinguió. Hoy, con una
mayoría legislativa alineada al Ejecutivo, el PEF se aprueba prácticamente sin
modificaciones. Las comparecencias son performativas, las audiencias públicas
irrelevantes y los actores sociales y territoriales han perdido cualquier
posibilidad real de incidir en la orientación del gasto federal. El presupuesto
ha vuelto a ser lo que fue antes de la alternancia: una decisión centralizada,
vertical, incuestionable.
El contraste con las declaraciones de Alcalde es inevitable.
Si el presupuesto federal ya no se negocia y el estatal debe votarse según
instrucciones partidistas, ¿qué queda del federalismo democrático? Apenas un
cascarón institucional: banderas, himnos, escudos… y poca sustancia
La vida cotidiana, la verdadera víctima
Podríamos pensar que este debate es técnico, una pelea entre
élites políticas. No lo es. Los efectos reales de la recentralización
presupuestal se sienten cada día:
hospitales sin medicinas ni personal suficiente;
escuelas sin mantenimiento ni infraestructura básica;
refugios de mujeres mantenidos con migajas presupuestales;
municipios incapaces de atender la creciente inseguridad;
caminos, transporte y agua en franco deterioro;
programas de apoyo productivo desaparecidos;
comunidades rurales sin inversión pública;
gobiernos locales reducidos a administradores de carencias.
Y mientras tanto, las familias enfrentan una paradoja cruel:
aun con pensiones y becas, su vida cotidiana se deteriora porque los servicios
públicos fundamentales están debilitados o colapsando. Las transferencias
monetarias alivian, pero no sustituyen la responsabilidad del Estado de
garantizar salud, educación, seguridad, movilidad y bienestar.
El retroceso democrático no se ve en discursos. Se siente en
la calle: en la sala de espera del hospital, en la escuela sin agua, en la
patrulla que nunca llega, en el camino intransitable, en la ventanilla estatal
cerrada porque no hay presupuesto.
Ironías de la nueva era
La regresión democrática que hoy observamos no es inevitable
ni permanente. El centralismo presupuestal puede imponer silencios, pero no
puede cancelar para siempre la necesidad —y la legitimidad— del reclamo de los
gobiernos locales y la ciudadanía. Ellos exigen participación en la definición
del gasto público. Las democracias no se sostienen sólo con discursos ni con
transferencias monetarias, sino con instituciones que reparten poder y
responsabilidades. Y aunque hoy el presupuesto parezca un territorio colonizado
por la obediencia partidista, la historia mexicana demuestra que siempre
reaparecen las grietas por donde se filtra la pluralidad. Porque, al final, el
PEF y los presupuestos son también espacios de lucha democrática, aunque ahora
no lo parezcan.
dulcesauri@gmail.com
Licenciada en Sociología con doctorado en Historia.
Exgobernadora de Yucatán