Salud para todos. Una difícil transición
Dulce María Sauri Riancho
Después
de la inseguridad, la salud es la mayor preocupación de las familias mexicanas.
Es, desde luego, la amenaza de vivir una epidemia como en 2008 —cuando el H1N1
costó vidas y afectó la economía— pues China de hoy fue el México de entonces.
Pero la zozobra proviene de algo más próximo que el coronavirus. Se trata de la
crisis que atraviesa el sector salud a raíz de las nuevas reglas impuestas por
la administración federal: compras consolidadas de medicamentos, centralización
de los servicios y desaparición del Seguro Popular.
Es
cierto que en el pasado próximo escaseaban ciertos productos en los hospitales
públicos del IMSS y del Issste; lo es también que las esperas para las
operaciones eran prolongadas. Pero ahora, simplemente no se cuenta con los
medios para realizar intervenciones quirúrgicas, incluyendo gasas, catéteres y
hasta insumos para la anestesia. Que las máquinas —de ultrasonido,
radiografías, litrotricia, entre otras— están descompuestas o sus horarios han
tenido que restringirse por razones de austeridad. Que la instrucción de
eliminar a todo el personal por contrato anual representa cargas
extraordinarias de trabajo para quienes permanecen. Además, ha trascendido el
enfrentamiento entre el presidente López Obrador y los gobernadores,
principalmente del PAN, que se han negado a adherirse al nuevo convenio de
coordinación en materia de Salud (no es el caso de Mauricio Vila que fue de los
primeros en firmar).
¿Qué
está pasando? nos preguntamos mientras cruzamos los dedos para no tener que
hacer frente a una enfermedad grave.
El
Sistema Nacional de Protección en Salud, creado en 2003 durante la
administración de Vicente Fox, conformó el Seguro Popular, incorporando a la
mitad de la población mexicana que no pertenecía a los sistemas del IMSS o del
Issste.
Durante
la década de 1980 los servicios de salud habían sido transferidos de la
federación a los estados. La secretaría de Salud federal se volvió de una
dependencia de carácter normativo, encargada de elaborar programas nacionales y
vigilar su cumplimiento, en tanto que los estados conformaron sus propios
sistemas, la mayoría a través de una secretaría responsable.
La
creación del Seguro Popular, en 2003, concentró al paso de los años la
afiliación de más de la mitad de la población del país, incluyendo a las familias
Prospera. Con este seguro, los afiliados podían acudir a los hospitales de los
estados, como el O’Horán, en Mérida, pues la cuota que pagaban incluía la
atención gratuita y la entrega de medicamentos. Las enfermedades que cubría el
seguro popular se fueron incrementando gradualmente, en especial aquellas
relacionadas con los padecimientos más costosos, como el cáncer en sus
distintas formas, el VIH-sida, los males cardiacos, entre otros.
Como
senadora, fui parte de la legislatura que aprobó el Seguro Popular, incluyendo
la creación del fondo destinado específicamente a las enfermedades
“catastróficas”, las que requieren largos y costosos tratamientos, que escapan
a la capacidad económica de las familias.
¿Cómo
se financiaba el Seguro Popular? Existían tres tipos de aportaciones, que se
calculaban de acuerdo con el número de afiliados: la del gobierno federal, la
de los estados y, otra parte, las aportaciones de los asegurados que, en el
caso de Prospera, corría también a cargo de la federación. De esta manera se
dio certidumbre al punto más delicado de cualquier sistema de salud: su
financiamiento.
El
sistema nacional incluye —hasta la fecha— a los institutos nacionales, como el
de Pediatría, Nutrición, etc., además de los hospitales de alta especialidad,
como el de Altrabrisa, en Mérida.
La
administración del presidente López Obrador se ha propuesto atender de forma
gratuita a toda la población que no pertenece al IMSS o al Issste, además de
proporcionar los medicamentos necesarios sin que haya que pagar un solo peso.
Cuesta trabajo entender por qué no utilizó la enorme plataforma que representan
los avances del Seguro Popular en los últimos 15 años. Es cierto que se
conocieron abusos y actos de corrupción en las administraciones estatales, en
especial en las compras de medicamentos, que tendrían que haber sido
severamente sancionados. Pero, ¿no hubiera sido más fácil corregir y combatir
la corrupción que destruir el sistema en su conjunto?
La
“medicina” aplicada incluye mantener las compras consolidadas de medicamentos
(que ya existían desde el gobierno anterior) y ampliar su cobertura.
Los
empeños de la administración lopezobradorista están dirigidos a regresar al
sector salud a la década de 1970, cuando casi todos los hospitales, clínicas y
centros de salud dependían del gobierno federal, responsable de su
administración y financiamiento. Puse “casi” porque en Yucatán existía el
hospital de “Henequeneros de Yucatán”, fundado en 1946 y que, cuando ingresaron
al IMSS los ejidatarios henequeneros y sus familias, pasó a formar parte de
dicha institución. Mientras que el hospital “Agustín O’Horán” se mantuvo como
responsabilidad de la administración estatal.
¿Cómo
será la transición de la red de salud de Yucatán bajo el convenio de adhesión
al Insabi (Instituto Nacional de Salud para el Bienestar) que firmó el
gobernador Vila?
¿Ha
tomado las previsiones para compensar al O’Horán de las cuotas de recuperación
que en adelante no podrá cobrar por el mandato de gratuidad?
¿Qué
pasará con aquellas personas de otros estados de la república e incluso del
extranjero, que acuden a nuestros hospitalescuela a atenderse?
¿Cuál
será la responsabilidad del estado en las clínicas y centros de salud del
interior, por ejemplo, en los hospitales de Tizimín, Valladolid, Tekax?
¿Cuánto
dinero tendrá que entregar Yucatán de su presupuesto para solventar su adhesión
al Insabi?
Son
algunas de las preguntas que, espero, formulen los diputados cuando comparezca
el secretario de Salud al Congreso del estado. La transparencia es compromiso y
obligación de ley, pero en el caso de la salud, lo es aún más.— Mérida, Yucatán