Seducción de las grandes obras públicas
La idea de
las grandes obras de infraestructura tiene gran atracción sobre las y los
políticos. Tal vez sea por su afán de trascender al haberlas realizado.
Ese
“glamour” se encuentra reservado para obras muy visibles, por lo que resultan
excluidas el agua potable, el drenaje profundo, los sitios de disposición de
desechos sólidos (basureros) y, en general, todo aquello que, aun siendo
beneficioso o indispensable, está enterrado en el subsuelo o en la
cotidianeidad.
Por torpe
que parezca, hay desprecio por todo lo que no se ve y, por tanto, no se puede
presumir. En cambio, aeropuertos, autopistas, grandes presas, refinerías de
petróleo, trenes de pasajeros, son obras “vestidoras”, apantallantes, aunque no
refinen ni un barril de petróleo crudo, reciban pocos visitantes y usuarios de
las rutas ferroviarias o los pasajeros no lleguen en número suficiente a las
relucientes —y distantes— nuevas instalaciones aeroportuarias.
Emulando al
porfiriato que asoció el progreso a la introducción del ferrocarril, el
presidente de la república anterior decidió que la construcción de un gran tren
sería una decisión estratégica para sacar a la región sur-sureste de México de
su rezago; un circuito que uniera los tres estados peninsulares, con Tabasco y
el sur de Veracruz.
No creo que
el presidente López Obrador haya tenido conocimiento del entramado ferroviario
que Yucatán tenía, de esa época porfirista, y que se desarrolló en torno a
Progreso y al henequén, aunque hubo una vía que unió Mérida con la capital del
vecino estado de Campeche.
Supongo que
tampoco estaba en el radar presidencial el enorme esfuerzo que se mantuvo desde
1936, cuando Lázaro Cárdenas decidió iniciar la construcción del ferrocarril
del sureste que, en 1950, llegó a Coatzacoalcos para enlazar a la Península con
el sistema ferroviario del centro y norte del país.
Menos
probable es que el presidente López Obrador supiera que fue en 1958 cuando se
pudo resolver el problema de la disparidad entre el ancho de las vías del tramo
Mérida-Campeche y el resto del trayecto, hasta enlazar con el sistema
ferroviario nacional.
Con fechas
más cercanas, no me extrañaría que el presidente López Obrador desconociera la
situación del ferrocarril Chiapas-Mayab, conformado en 1995, y que unía los
sistemas del Ferrocarril del Sureste y de Chiapas. Devuelta la concesión dos
veces, en 2018 recibió una cuantiosa inversión federal para su rehabilitación,
haciendo posible una velocidad razonable para transportar la carga entre la
Península (Yucatán y Campeche) y el sistema nacional ferroviario.
A los
propios yucatecos se nos olvida que Yucatán tuvo ferrocarril de carga, que lo
unía al resto del país y a los Estados Unidos, desde 1950. Este sistema de
carga fue desmantelado y desaparecido para dar paso a la construcción del Tren
Maya, en 2019, como veremos a continuación.
Originario
de Tabasco, Andrés López Obrador llegó a la presidencia decidido a beneficiar a
su estado con grandes obras de infra-estructura. Decidió construir allí la
mayor y más moderna refinería, aunque el lugar escogido no fuera adecuado. Y al
aislamiento histórico de su entidad natal quiso darle una solución definitiva
allegando a sus fronteras dos rutas de ferrocarril que unirían a Tabasco con el
país y con el mundo: el Tren Transístmico y el Tren Maya.
A juzgar por
la cantidad de días dedicado a recorrer sus avances (y los millones que desvió
para su realización), la idea del Tren Maya sedujo al tabasqueño. Pero la obra
fue pensada y realizada para el turismo, el eslabón que faltaba para llevar a
quienes llegan a visitar Cancún y la Riviera Maya a conocer los sitios
arqueológicos de la región, transportándolos en un ferrocarril diseñado
exclusivamente para personas.
Hasta la
fecha, ignoro si la determinación presidencial de 2019 consideró los daños que
representaba privar al sureste mexicano del transporte de carga por
ferrocarril, condenando a empresas, a los productores y consumidores a
abastecerse exclusivamente a través del transporte carretero. Porque el diseño,
la ingeniería y la construcción del Tren Maya no contemplan la carga. Con el
actual trazo, con la cimentación y las capas que soportan las rieles, simple y
llanamente no se puede llevar carga, solo personas.
En términos
coloquiales: es el equivalente de proyectar y construir una casa de un solo
piso y luego pretender convertirla en un edificio de cuatro plantas. Un plumazo
presidencial dejó a Yucatán sin transporte de carga por ferrocarril, con todas
las implicaciones económicas que conlleva.
¿Cómo pudo
suceder tamaño despropósito? Y, sobre todo, ¿por qué guardaron silencio quienes
debían defender los intereses de Yucatán? Ninguna voz pública o privada se
levantó para alertar del despojo. El gobernador de Yucatán prefirió “irla
llevando” y seguir la estrategia “de lo perdido, lo que aparezca” (apareció La
Plancha), antes que reclamar el despojo al pueblo de Yucatán.
Las
organizaciones empresariales también callaron. ¿Será que el costo del
transporte no incide en sus precios ni en la eficacia de las cadenas de
producción y consumo?
La
presidenta Sheinbaum ha anunciado la inversión de 35 mil millones de pesos en
un tren de carga para el sureste. Frente a los 500 mil millones del Tren Maya
parece una cantidad ínfima para construir una segunda vía, que sería la única
manera de resolver la situación que ahora afrontamos. Y eso que no sabemos de
la construcción de patios de maniobra y almacenes, muy distintos a las
terminales de pasajeros edificadas para el Tren Maya.
Contagio. El
gobernador de Yucatán ha sido también seducido por el ferrocarril. Recién
anunció el próximo banderazo a la construcción de la vía ferroviaria
Poxilá-Progreso. Ustedes recordarán, amig@s lectores, que en esa población de
Umán se ubican las instalaciones retiradas de La Plancha, en 2017.
“Ferrocarrilizar” el puerto de altura de Progreso es una antigua demanda, casi
desde su nacimiento en 1989. Pero el anuncio llega mal y antes. Mal, porque la
carga llegará a Poxilá por camiones, se baja, se sube al tren hasta el inicio
del viaducto y allí se vuelve a bajar, para subirla en camiones hasta llegar a
la terminal remota. Antes, porque todavía no ha dado inicio la obra prometida
del ferrocarril de carga. La ilusión de 50 km nuevos no puede borrar la injusticia
del despojo de 850 km del que fuimos presas y que nos siguen haciendo falta.
Poxilá-Progreso
no puede convertirse en “el tren a ninguna parte”. Afrontemos la realidad: hay
que reconstruir el sistema de manejo de carga terrestre en Yucatán,
devolviéndole al ferrocarril su papel principal. Le toca, gobernador Mena Díaz,
encabezar esta demanda federalista.— Mérida, Yucatán.
dulcesauri@gmail.com