Una lucha centenaria | Feminismo y derechos
“El pedestal sobre el cual han sido colocadas las mujeres,
tras ser inspeccionado de cerca, con mucha frecuencia ha demostrado ser una
jaula” —Ruth Bader Ginsburg
La semana pasada murió la segunda mujer integrante de la
Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, Ruth Bader Ginsburg (RBG). A
sus 87 años, solamente el cáncer pudo vencer su espíritu indómito.
En estos mismos días he estado leyendo un trabajo de investigación
que próximamente presentará la autora para obtener el título de Maestría en
Historia por el Ciesas. Prefiero escribir.
La literatura como arma feminista, aborda la vida de cuatro
mujeres yucatecas: Holda Novelo Cuevas, Rosario Sansores Pren, Beatriz Peniche
Barrera y Dolores Bolio Cantarell, que nacieron entre las últimas dos décadas
del siglo XIX y desarrollaron su vocación literaria a partir de la icónica
etapa inicial de la Revolución mexicana.
Divididas por el tiempo y el espacio, nuestras paisanas
anteceden a la jueza RBG en su lucha por el reconocimiento de su derecho a ser
diferentes del molde tradicional que fraguaba los destinos de las mujeres de su
medio social. Dos de ellas muestran una clara afinidad con el movimiento
revolucionario de 1910.
Beatriz Peniche fue la primera directora del género femenino
de la Biblioteca Cepeda Peraza, nombrada directamente por el general Salvador
Alvarado a su llegada a Yucatán en 1915 y una de las tres primeras diputadas
electas en México.
Ella, al igual que Holda Novelo (hija de José Inés Novelo),
participaron en la organización del primer Congreso Feminista de enero de 1916.
El empuje revolucionario de esos años abrió paso a la participación en los
asuntos públicos de un numeroso grupo de maestras, formadas en la escuela de
Rita Cetina, en el Instituto Literario de Niñas o en la Escuela Normal para
Maestras.
Años después, Beatriz Peniche fue la responsable de la
sección del Diario del Sureste dedicada a temas relacionados con las mujeres.
Escritora y periodista, Beatriz Peniche fue también madre y esposa, en una
etapa en que las mujeres de clase media sólo trabajaban fuera del hogar si la
fatalidad de la pérdida del proveedor hombre-marido las alcanzaba.
Las otras dos literatas y escritoras de esta misma
generación provenían de un medio social vinculado a la riqueza henequenera.
Rosario Sansores casó con un cubano, por lo que trasladó su residencia a esa
bella isla que guardaba estrechos vínculos con Yucatán.
Dolores Bolio Cantarell, por la vía matrimonial llegó a
formar parte de las familias de la “casta divina”. Como tal, sus viajes la
llevaron a Cuba, Nueva York, Europa, principalmente España, mientras producía
su obra literaria.
Las convenciones de la época llevaron a que Dolores Bolio
utilizara un nombre masculino, Luis Avellaneda, para publicar su libro de
relatos, Aroma tropical. Leyendas y cuentos mexicanos en 1917. En plena
revolución, en la cuna del feminismo, una escritora tuvo que ocultarse bajo un
seudónimo masculino y limitarse a escribir un encendido prólogo firmado con su
nombre.
No pretendo adelantar lo que la tesis de Eugenia Montalván
desarrolla con base en una extensa investigación documental, sino destacar que
estas cuatro mujeres, a pesar de las resistencias culturales, ejercieron su
libertad con las limitaciones y las consecuencias personales que esa osadía
atrajo.
Cuarenta años después, en 1956, Ruth Bader Ginsburg inició
sus estudios en la prestigiada Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard.
Apenas 6 años atrás había ingresado la primera mujer y en el curso de RBG se
matricularon ocho, entre los 500 nuevos estudiantes.
Recientemente vi la película “La Voz de la Igualdad” (On the
Basis of Sex) —dirigida por cierto, por una mujer— que aborda los años
formativos de la jueza de la Suprema Corte recién fallecida. Más allá de los
méritos cinematográficos, el relato fílmico captura los obstáculos y las
resistencias a las que tuvo que enfrentarse una mujer cuyo único afán era
llegar a ser una excelente —si no la mejor— abogada.
Las responsabilidades familiares compartidas con su esposo
Martin, quien enfermó de cáncer testicular cuando ambos estaban estudiando; la
carga extraordinaria de la asistencia a clases propias y a las del marido, para
que éste no perdiera su año académico; la negativa del decano de Harvard para
facilitar su traslado a Nueva York, donde su cónyuge había encontrado trabajo.
Egresada con las más altas calificaciones, RBG no pudo
encontrar cabida en algún bufete neoyorquino, simplemente por ser mujer. En
consecuencia, su destino fue la docencia en una universidad que admitía
maestros afroamericanos y del sexo femenino.
Las resistencias encontradas templaron el carácter y la
determinación de RBG para luchar desde el ámbito de las leyes contra la
discriminación por razón de género. 1971 fue el año decisivo, cuando un hombre
que cuidaba a su madre enferma, afrontó una legislación fiscal que consideraba
este hecho como inadmisible ¡porque no era mujer! RBG asumió su defensa y el
gobierno en su conjunto, la Fiscalía General, combatieron este caso como una
amenaza al orden “natural” de las cosas, en el que las mujeres tenían que ser
“protegidas”, impidiéndoles decidir y desarrollarse según sus aptitudes y
preferencias.
Ganar este litigio fue el primer paso para desarmar el
entramado jurídico que capturaba y asfixiaba en los Estados Unidos el ejercicio
efectivo de los derechos de las mujeres al trabajo, a la educación, a
participar en la vida económica, a pilotear aviones o integrarse a las fuerzas
armadas, en un largo etcétera que abarca la vida en su conjunto.
Soy de la generación de mujeres de la década de 1970. RBG
junto con otras destacadas activistas de las libertades cívicas hicieron
posible que las jóvenes de entonces avanzáramos más rápidamente que nuestras
predecesoras.
Ya no tenemos que ocultar talentos literarios tras
seudónimos masculinos; hemos removido las leyes que consagraban la desigualdad.
Todavía falta la batalla más compleja, la que se da en el
ámbito de la cultura, las costumbres y las tradiciones. Prefiero escribir y “La
Voz de la Igualdad” nos recuerda de dónde venimos.
Las jóvenes de hoy, sus exigencias y demandas muestran lo
mucho que falta por recorrer en este camino para ejercer plenamente nuestros
derechos como personas.— Mérida, Yucatán.