Primer año de gobierno. Restauración autoritaria
Dulce María Sauri Riancho
Se
impone efectuar el balance social sobre el primer año de gobierno. Han
transcurrido 365 días a partir del inicio de la administración de la “4T”,
aunque el ímpetu del triunfo electoral abrió paso anticipado para gobernar
desde la misma noche del 1º de julio.
Desde
esa fecha, el presidente electo comenzó a tomar decisiones controvertidas, como
la cancelación del nuevo aeropuerto Internacional de la Ciudad de México
(Naicm) en Texcoco. En su discurso de toma de posesión, López Obrador anunció
sus prioridades, la más sobresaliente de ellas relacionada con el fin del
“neoliberalismo” que, según su particular visión de la historia, azotó a México
durante los pasados 30 años, es decir, a partir del gobierno de Miguel de la
Madrid (1982-1988). Combatir la corrupción, abatir la pobreza y reducir la
desigualdad fueron enunciados como propósitos centrales de la administración
naciente.
Otra
gran prioridad era el restablecimiento de la seguridad y la paz social,
seriamente quebrantada en extensas regiones del país. En el mitin del Zócalo
del pasado domingo —muy semejante a los del pasado priísta de la década de
1970—, el presidente sostuvo haber cumplido con 89 compromisos de los 100
enlistados al comenzar su administración.
Sin
embargo, en el mejor estilo de “ni los veo ni los oigo”, hizo a un lado a
cientos de miles de mexican@s en distintas ciudades del país que se
manifestaron abiertamente contra los resultados de los primeros 365 días de su
presidencia.
Es
cierto que apenas es el primer tramo, menos del 20% (17%) del total de su
mandato. También, que el arranque de la gestión presidencial ha sido
tradicionalmente de ajustes al aparato gubernamental, lo que se refleja en un
crecimiento económico menor en tanto se emiten las “señales” adecuadas a los
distintos participantes. Si la macroeconomía se encuentra estable; si la
paridad peso-dólar estadounidense se ha mantenido, ¿por qué entonces el
malestar de algunos sectores de la sociedad y la creciente preocupación
ciudadana, principalmente entre las clases medias de las ciudades? Considero
que no han sido solamente las acciones presidenciales, algunas altamente
controvertidas, la fuente principal de descontento, sino la estrategia
desplegada por el presidente de la república en el afán de lograr sus objetivos.
Nada nos preparó para los intentos de restauración del presidencialismo en
México, aquel descrito magistralmente por Jorge Carpizo en su obra del mismo
nombre.
Durante
este primer año López Obrador ha mostrado su “estilo personal de gobernar”, mucho
más cercano a la fuente de inspiración de Carpizo, enfocada en los mandatos de
Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, principalmente.
En
este intento de restauración, el presidente López Obrador ha aplicado dos
componentes básicos de ese modelo: la concentración del poder en el Ejecutivo y
la centralización del proceso de toma de decisiones sobre toda clase de asuntos
en su persona. Sumemos la proverbial desconfianza del presidente hacia los que
piensan distinto a él o poseen experiencias o conocimientos fuera de su ámbito
de control, y tendremos un perfecto “caldo de cultivo” para el desplazamiento
de las instituciones y su reemplazo por la renovada poderosa figura
presidencial.
La
lealtad a su persona es la condición para formar parte de la élite del gobierno
lopezobradorista: no son la experiencia ni el conocimiento sobre la función a
desempeñar, que quedan reducidos a un modesto 10%, según ha señalado el propio
presidente.
Bajo
este tamiz, no sorprende que las propuestas presidenciales para formar parte de
los distintos órganos del Estado mexicano hayan recaído en los 90% “leales”, no
importa si son desconocedores de las más elementales normas de la institución a
la cual ingresan. Cuando se considera que basta con la voluntad personal para
que los propósitos se materialicen; cuando se hacen a un lado a las
instituciones y se menosprecia el esfuerzo para conformarlas y lograr que den
resultados, se cae en la soberbia.
Su
definición en el diccionario parece describir la conducta presidencial:
“Satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias prendas, con
menosprecio de los demás”. ¿De qué otra manera podría entenderse el afán
desmedido por ser considerado como poseedor de la verdad sobre toda clase de
asuntos? ¿Cómo, si no por soberbia, se ignora y se hace a un lado la opinión de
expertos y conocedores? Sentirse la única persona capaz de proyectar honestidad
y combatir la corrupción, ¿mezcla de vanidad y soberbia?
Pecado
capital o defecto de carácter, en el caso del presidente de la república ha
tenido graves consecuencias en la toma de decisiones de su gobierno. Intentar
vulnerar la independencia de los órganos constitucionales autónomos; pretender
controlar al poder Judicial a partir de amenazas y nombramientos a modo;
utilizar la mayoría parlamentaria al más fiel estilo del pasado muy pasado,
cuando no se tocaba iniciativa alguna de la presidencia de la república con
alguna modificación; utilizar el presupuesto federal para controlar y
descalificar cualquier intento de discrepancia en los estados, todo ello ha
estado presente en el primer año de gobierno.
Mi
generación, a la que también pertenece el presidente López Obrador, luchó para
lograr el tránsito pacífico hacia la democracia plena. Atemperar los poderes de
la figura presidencial, institucionalizarlos y sujetarlos a las leyes, eran
objetivos indispensables para avanzar.
“Facultades
meta-constitucionales”, las llamó Carpizo, aquellas que permitían dominar al
poder Legislativo, condicionar al poder Judicial y controlar la vida política
de los estados, en abierta transgresión a los principios federalistas que le
dieron origen al pacto fundacional de la Nación.
Leer
el primer año de gobierno en modo de restauración del presidencialismo
autoritario de las décadas de 1950-1970, es indispensable para procurar
contener el retroceso hacia un pasado que creíamos ya superado. Llamar las
cosas por su nombre es el primer paso.— Mérida, Yucatán.