Reflexiones sobre la tiranía. Reconocer los síntomas


Dulce María Sauri Riancho
Haciendo política, las urgencias de lo cotidiano impiden la reflexión sobre los problemas del conjunto.

Algunas veces surge una oportunidad de hacer un alto en la vorágine de todos los días para asomarse a cuestiones relacionadas con el acontecer profundo de las sociedades.

Esto me sucedió en días recientes cuando llegó a mis manos un pequeño libro, “Sobre la tiranía. Veinte lecciones que aprender del siglo XX”. El autor, Timothy Snyder, es un historiador especializado en el campo de las ideas políticas que ha concentrado sus investigaciones en el mundo occidental del siglo pasado, muy especialmente en los periodos entre-guerras.

“La historia no se repite, pero sí alecciona”, es la primera frase que invita a revisar sus planteamientos presentados en forma de breviario. La palabra tiranía parece venir de un pasado muy lejano (ahora tendemos a llamarlos “dictadores”), pero resulta actual si la asumimos como “la usurpación del poder por un solo individuo o grupo, o la posibilidad de que los gobernantes burlaran las leyes en su propio beneficio”.
Dos cápsulas
Aunque el libro está dirigido a entender lo que acontece principalmente en los Estados Unidos, su lectura me provocó una especie de calosfrío, porque fácilmente pudiera aplicarse a lo que sucede actualmente en México. De la veintena de “cápsulas” elegí dos, que fueron las que más calaron en mi ánimo: “Defiende las instituciones” (número 2) y “Cree en la verdad” (número 10). Van unos breves comentarios sobre ambas.

Defiende las instituciones. “Son las instituciones las que nos ayudan a conservar la decencia. Ellas también necesitan nuestra ayuda […] Las instituciones no se protegen a sí mismas. Caen una tras otra a menos que cada una de ellas sea defendida desde el principio”.

Desde el inicio del actual gobierno, hace casi 9 meses, hemos asistido al persistente desmantelamiento de un conjunto de instituciones que se habían ido construyendo a lo largo de varias décadas.

La estrategia ha tenido dos modalidades: una, su deslegitimación a partir de denuncias de corrupción, gastos excesivos o calificativos de inútiles y costosas. El mejor ejemplo está lamentablemente en los órganos constitucionales autónomos, como el Instituto de Acceso a la Información (INAI), la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), dos de sus blancos preferidos.

Recientemente, el Coneval, órgano responsable de la evaluación de la política de desarrollo social del Estado mexicano, también fue víctima de la descalificación presidencial por el supuesto alto salario de su secretario ejecutivo. El presidente López Obrador se ha conducido con más prudencia con el Banco de México y con el Inegi, responsable del sistema de información estadística del país.

Otro ejemplo lamentable de desmantelamiento institucional es el Sistema Nacional Anticorrupción, que fue construido a iniciativa de miles de ciudadan@s que firmamos para que se realizaran las reformas a la Constitución y se crearan las instituciones necesarias para su operación.

Bajo la premisa que sólo basta con la honestidad personal del presidente de la república para combatir la corrupción, se está matando por inanición presupuestal y por la negativa a enviar los nombramientos al Senado de quienes habrían de fungir como magistrad@s en los juzgados anticorrupción.

Los ataques a las estructuras institucionales no se limitan a los organismos autónomos. Ahora mismo está bajo asedio el Seguro Popular, que atiende a más de 53 millones de personas, el cual será sustituido por un Instituto del Bienestar.

La otra modalidad de la estrategia de ataque ha consistido en el nombramiento de personas claramente incapaces de desempeñar cargos de comisionados en los órganos reguladores, como en el del sector energético (recordemos al aspirante que confundió los certificados CEL con los teléfonos). Ignorantes, inexpertos, pero leales al presidente, en una proporción que el propio ejecutivo precisó: 99% honestidad, 1% capacidad.

Cree en la verdad. “Renunciar a los hechos es renunciar a la libertad. Si nada es verdad, nadie puede criticar al poder, porque no hay ninguna base sobre la que hacerlo”. Las cuatro maneras de “muerte” de la verdad que menciona Snyder están presentes en la actuación pública del Ejecutivo federal.

La primera es la “hostilidad declarada a la realidad verificable”. No es gratuito el cuestionamiento al Coneval, al Inegi, y el menosprecio sobre los sistemas de seguimiento y evaluación de las políticas públicas que ha mostrado el presidente de la república. Es “su” verdad, en una especie de cátedra pontificia, la que cada mañana lanza a la nación. Y ¡ay de quien ose cuestionar!

La segunda forma es la “repetición constante” de una mentira. Un ejemplo aparentemente trivial lo constituye el avión presidencial, ese que “no tiene ni Obama”.

La tercera modalidad consiste en la aceptación “descarada” de las contradicciones, como incrementar el gasto social sin aumentar la deuda ni subir impuestos.

La última, Snyder la enuncia como “la fe que se deposita en quienes no la merecen”. No me atrevo a decir que el presidente López Obrador no sea merecedor de la ciega confianza que millones de mexicanos han depositado en él.

Único interlocutor
Sin embargo, su tendencia a afirmarse como la única voz legítima del pueblo, su único interlocutor e intérprete, lo hace proclive a caer en los “mitos creativos”.

Dejo para otro momento el comentario sobre las dos políticas que menciona Snyder: Inevitabilidad y Eternidad, ambas antihistóricas. Especialmente interesante para ayudarnos a comprender la situación actual es la segunda, porque su actitud es de añoranza de tiempos pasados, que para este gobierno pueden ubicarse en la década de 1970.

Les invito a leer este libro, a sacar sus propias conclusiones. A debatir y a “empoderarnos” para conducir nuestro destino. Y no dejar que la marea, por fuerte que sea, nos arrastre.— Mérida, Yucatán

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