Quitar los alfileres. Las decisiones de Andrés
Dulce María Sauri Riancho
La
mayor crisis económico-financiera de México ha sido, hasta la fecha, la vivida
entre diciembre de 1994 y el primer semestre de 1995. En el mes de renovación
de la presidencia de la república se presentó como aluvión una serie de
acontecimientos que dieron al traste con la imagen de un país próspero, que
tocaba las puertas del primer mundo, para ser sustituida por la devaluación del
peso y el alza abrupta de las tasas de interés.
En ese
entonces, era diputada federal por segunda ocasión e integrante de las
comisiones de Hacienda y Presupuesto de la Cámara de Diputados.
Mi
memoria de esos días y semanas de enorme tensión estará siempre presente, más
cuando se acercan fechas similares a las de hace 24 años.
Cuando
llegó el 19 de diciembre, la “banda de flotación” del peso se rompió y al día
siguiente sobrevino una devaluación que casi duplicó el valor del dólar
americano. Las reservas del Banco de México, que entonces garantizaban la
paridad peso-dólar, disminuyeron drásticamente.
¿Qué
sucedió para que México entrara en esta grave situación, más cuando los
indicadores relevantes mostraban una tendencia positiva? Algo pasó en las
últimas semanas de noviembre, cuando se preparaba la transición gubernamental,
que en ese entonces se realizaría entre integrantes del mismo partido.
Dicen
que un alto funcionario del gobierno entrante, encabezado por Ernesto Zedillo,
reprochó a su antecesor, integrante del gabinete de Carlos Salinas: “Ustedes
dejaron la economía prendida con alfileres”. “Sí —habría dicho el interpelado—,
pero ustedes se los quitaron”.
En el
turbulento 1994, el barco de la economía nacional se mantenía a flote gracias a
los Tesobonos (obligaciones en pesos indizadas en dólares) y a una activa
presencia gubernamental ante inversionistas extranjeros.
Parecía
que el ambiente favorable, consecuencia del inicio del Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (TLCAN), y los buenos resultados de la
negociación de la deuda externa al principio de la administración que estaba
por concluir bastaban para sortear los problemas en vísperas de la transición.
No sucedió así.
Una
mala operación en el intento de devaluar la moneda y una ruptura de
comunicación con los responsables de los grandes fondos internacionales de
inversión detonaron la crisis. Los acontecimientos se precipitaron en una
peligrosa espiral que con un ritmo vertiginoso destruyó lo que con tanto
trabajo y esfuerzo se había logrado levantar.
Ahora,
otra vez nos encontramos en vísperas de cambio de gobierno. La estabilidad
macroeconómica, producto de un esfuerzo sostenido por casi 24 años; el grado de
inversión de México, el más alto de América Latina (al menos hasta antes del
anuncio de la liquidación del proyecto aeroportuario en Texcoco); el
crecimiento por 22 trimestres consecutivos, todos ellos son una especie de
alfileres que sostienen la economía del país. El lunes pasado, el que
encabezará el nuevo gobierno en un mes quitó el primer alfiler al optar por
cancelar el aeropuerto en construcción y anunciar la aventura de Santa Lucía.
Carambola a la confianza: de la ciudadanía en la consulta; de los
inversionistas, en las grandes obras gubernamentales y de los extranjeros, en
la seriedad y la solidez de las decisiones del sector público del país. Quedan
otros alfileres por quitar, por ejemplo, en Pemex, cuando el presidente electo
defina si deja de exportar petróleo crudo para dedicarse a refinarlo en el
país, con la suspensión de ventas al extranjero y del flujo de dólares que
ingresan a las arcas públicas. O la determinación incluida en el proyecto de
Ley Orgánica de la Administración Pública, para que las comisiones de
Hidrocarburos, de Energía y Gas pasen a depender de la secretaría de Energía,
perdiendo de esa manera su autonomía para conducir el mercado energético.
Perder el grado de inversión es fácil; las consecuencias son complicadas:
aumento de las tasas de interés, porque se incrementa el riesgo de invertir en
México; retiro de determinados fondos internacionales, como los más grandes en
materia de pensiones, cuyas normas les impiden invertir en mercados que no
cuenten con las más altas certificaciones y garantías. Tal vez el presidente
electo piense que también hay inversionistas “fifís” a los cuales no hay que
prestarles atención, tal como sucedió en las noches de diciembre de hace 24 años.
Quizá
considere López Obrador que el “blindaje” de la economía es tal que resistirá
medidas tales como incorporar los fondos de los grandes fideicomisos de
estabilización de ingresos petroleros o de las finanzas estatales al
presupuesto 2019 y no pase nada. ¿Cuántos alfileres tendrá que quitar el
próximo gobierno antes de que se configure una situación de crisis? Desde luego
que de ninguna manera es deseable el fracaso de la nueva administración, ni en
la economía, ni en la seguridad ni en ninguno de los aspectos de la vida
colectiva. Pero el pasado reciente nos enseña los peligrosos costos de los
errores de cálculo y del menosprecio de las voces de alerta. En 2018 no hay
expectativas del TLCAN, como sucedió hace 24 años. Ni Donald Trump es Bill Clinton,
que intervino en el rescate de la economía mexicana a pesar de la oposición de
su congreso. El mundo globalizado actual es mucho más veloz y exigente que el
de dos décadas atrás. Tal vez ni siquiera haya tiempo de terminar de abrir el
alfiler cuando un clic de computadora traslade inversiones a otra región del
mundo. Nos guste o no, es la nueva realidad. Todavía espero que Andrés Manuel
López Obrador así lo asuma.— Mérida, Yucatán.