Notarios guardianes: fe pública en entredicho


Dulce María Sauri Riancho
El conocimiento sobre diversos actos de robo de identidad y despojo de bienes inmuebles ha obligado a voltear los ojos hacia este grupo selecto de profesionales de la abogacía: los notarios.

La Fiscalía del Estado informó en días pasados de la existencia de investigaciones en las que están relacionados doce notarios de la entidad. Ellos, dicen, fueron engañados por identificaciones y documentos falsos. Malo, muy malo, porque vulnera la confianza de la sociedad, cuando más necesitamos sentirnos seguros.

En los tratos entre particulares, actúan los notarios, quienes están facultados por la Ley para dar certeza jurídica sobre la validez de los mismos. No sólo están presentes en las operaciones de compraventa de casas y terrenos, sino en numerosos eventos como la formación de sociedades comerciales y certificación de permisos parentales para salir al extranjero, entre otros.

Los notarios también pueden ser llamados para acreditar alguna conducta irregular en los procesos electorales, o actuar como testigos en asambleas y sorteos, incluyendo la Lotería Nacional. Es larga la lista de facultades que detentan los notarios, que han sido investidos por el Estado como depositarios de la fe pública.
Sostengo que no hemos medido la importancia de la institución del notariado yucateco y su condición singular. En la mayoría de los estados del país, el final de una administración ha ido acompañada de acusaciones por haber entregado notarías a amigos o allegados. Yucatán ha sido una excepción.

Y no se trata de una faceta más de la “angelical” conducta de los nativos de esta tierra, incluyendo sus gobernadores del PRI y del PAN, sino de una ley y una institución que la sociedad supo construir para protegernos contra los excesos en esta materia. Me refiero a la Ley del Notariado y al Consejo de Notarios, respectivamente.

Es propio de una sociedad moderna que el Estado —léase gobierno— delegue en un grupo de profesionales la fe pública. Pero ningún estado lo hace como en Yucatán. Son 100 notarios, uno por cada 20 mil habitantes, así lo establece la Ley. Por tanto, el o la gobernadora no puede incrementar a capricho su número.

Para ser notari@, se aplica un riguroso examen cuyos requisitos están especificados en la Ley del Notariado, del artículo 24 al 38. Si lo pasa, se convierte en notario e ingresa a la lista de “aspirante a notaría”, que a la fecha tiene alrededor de 20 integrantes.

En caso de que uno de los cien notarios fallezca o quede imposibilitado para desempeñar esa responsabilidad, la patente vacante se concursa por oposición entre los aspirantes. También esta fase se encuentra puntualmente normada en la Ley (artículos 39 al 44).

Los sinodales (propuestos por el poder Ejecutivo, Judicial y el Consejo de Notarios) son sumamente rigurosos, con la finalidad de que sólo los mejores logren “pasar la valla”. Las notarías no se heredan ni a hijos ni parientes; en Yucatán, la institución notarial es meritocrática.

El Consejo de Notarios tiene autonomía en el ejercicio de sus funciones y personalidad jurídica propia, es el que autoriza los protocolos y las hojas de seguridad para formular sus actuaciones. Los fedatarios no están obligados a tocar la puerta de la Secretaría General de Gobierno o de alguna otra dependencia para que les pongan los sellos a sus libros.

La Ley de 1977 fue sustituida por una nueva en 2010. Mantuvo su esencia, pero incorporó algunos preceptos que, a la luz de los recientes acontecimientos, deberían ser evaluados. Por ejemplo, los notarios pueden solicitar licencias hasta por un año.

En ese caso, podrán nombrar como suplente a alguno de la lista de aspirantes. Esta situación ha dado lugar al fenómeno de “alquiler” de notarías que, a la vez, propicia la necesidad del arrendatario de obtener ingresos suficientes para cubrir la renta y generar ganancias satisfactorias.

El cuidado ya no es tan minucioso, y se corren riesgos que un notario titular no admitiría, aunque éste continúa siendo responsable. Otro fenómeno son los protocolos “viajeros”, que dejan de ser manejados personalmente por el notario, para circular entre abogados sin cumplir con las normas de seguridad necesarias.

Estos problemas se resuelven precisando algunas disposiciones de la Ley, que limite la duración y el número de licencias para los titulares, acote la figura de los suplentes e imponga normas más estrictas a su actuación.

La revocación de la patente de notario corresponde al Ejecutivo estatal, pero la Ley del Notariado establece el procedimiento cuando hay denuncias o quejas en su contra que puedan derivar en esta sanción extrema. La Ley de 2010 complicó el desahogo de las quejas para el Consejo de Notarios, pues si las considerara procedentes y las turna, el Ejecutivo tendría que repetir prácticamente la investigación.

Este proceso farragoso, burocrático y enredado deberá ser enmendado para lograr justicia pronta y expedita, sobre todo en atención a situaciones como las que se han presentado recientemente. Aun así, ¡claro que el Consejo puede y debe hacer mucho! Ni da ni quita las patentes, pero aplica todo el procedimiento intermedio.

A final de cuentas, tenemos que arreglar aquellas grietas por las que se está colando el venenoso hongo de la desconfianza ciudadana, ni más ni menos que en los depositarios de la fe pública.

Reconozco la actuación de los responsables del Registro Público de la Propiedad, que han logrado atajar situaciones fraudulentas. Pero no es suficiente. Identificar, procesar y sancionar a las “manzanas podridas” es la mejor manera para evitar la generalización de irresponsabilidad o mala fe que daña a los notarios yucatecos y vulnera a la sociedad. El Consejo de Notarios y los legisladores tienen la palabra.— Mérida, Yucatán.

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