El legado de Cervera, trece años después

Dulce María Sauri Riancho
“Murió Víctor Cervera Pacheco”. Esa triste noticia me alcanzó al otro lado del mundo, en las lejanas Islas Fidji. Imposible llegar al sepelio y al homenaje que el pueblo yucateco, desde el más humilde al más encumbrado, le rindió ese día. Han pasado 13 años y muchas cosas han cambiado en la vida política y económica de Yucatán. Comienzan a desdibujarse en el tiempo las características más notables del gobierno y de la personalidad de quien fue ejecutivo del estado entre 1984 y 1988 y después, de 1995 a 2001, diez años en total.

Vale la pena hacer un breve repaso, que nos permita recuperar de la neblina de la memoria algunos de estos rasgos. Sobre todo, para poner al personaje en su justa dimensión y encontrar en su legado, aliento para enfrentar los retos del siglo XXI.
Foto: internet 
El puerto de altura de Progreso. Comienzo con la tarea del gobernante que supo remontar la adversidad de una hacienda pública —la federal y la estatal— empobrecida por la inestabilidad y la crisis económica de finales del siglo pasado. Alcanzar el calado y mejorar las instalaciones para las maniobras portuarias parecía una obra fuera del alcance de la administración federal en 1984.

La crisis de finales del sexenio de José López Portillo había impactado severamente las finanzas gubernamentales.

Se necesitaba ser un mago para convencer a la Secretaría de Comunicaciones y Transportes de que se requería un nuevo puerto en Yucatán y a la Secretaría de Programación y Presupuesto, de que había necesidad de invertir recursos presupuestales más allá del creciente subsidio a la actividad henequenera.

En esos años no existía posibilidad alguna de que el estado aportara recursos, menos se contaba con inversión privada.

Todo tendría que provenir de la magra bolsa federal, comenzando por el proyecto ejecutivo. Cervera lo consiguió: anunció la obra a finales de 1984.

Muy pronto, hileras interminables de camiones iniciaron el traslado de material pétreo hasta la orilla del mar. De ahí, en chalanas se trasladaba hasta una distancia de 7 kilómetros de la costa, donde era arrojado hasta formar una especie de isla.

La genialidad del gobernador fue comenzar por el final, la plataforma de servicios, y no por el extremo del muelle construido por la compañía danesa Christiane Nielsen, cincuenta años atrás. Así, Cervera cerró la posibilidad de dejar a medias la obra y obligó al gobierno federal a seguir entregando su aportación, hasta concluir en 1989.

Los cruceros turísticos tardaron en venir a las nuevas instalaciones, pero los barcos graneleros aprovecharon inmediatamente el mayor calado y la terminal especializada construida para recibirlos.

Gracias a los granos, Yucatán se convirtió en poco tiempo en una maquiladora de cárnicos —cerdo, pollo, pavo— y después, en un exportador a Japón y a otras regiones de México.

La austeridad de la administración en tiempos de Cervera. Muy poco se invertía en publicidad y propaganda gubernamentales, a grado tal que en su interinato no hubo foto oficial del gobernador, pues fue utilizada la misma que empleó en su campaña de senador en 1976, con traje y corbata. “¿Para qué gastar —decía— en esas frivolidades?”

Cervera fue un gobernante “24×7”, día y noche, semana completa, incluyendo domingos. La combi blanca se volvió parte del paisaje nocturno de las calles de la ciudad de Mérida.

Cervera lucía invariablemente pantalón caqui y guayabera blanca de manga larga, una especie de uniforme gubernamental autoasignado.

Su casa de Itzimná, primero frente al parque, luego a un costado, con enrejado que permite vislumbrar a los transeúntes jardín y entrada, nada oculto tras altos muros. Habrá quien señale que las extenuantes jornadas del gobernador y de sus colaboradores se hubieran podido reducir con una mejor planeación de sus tiempos.

Quizá. Pero hasta el más recóndito lugar del estado sabía que en cualquier momento, el gobernador podía aparecer, listo a recorrer en un camión de carga brechas y caminos apartados, hasta llegar a donde se construía una unidad de riego, se electrificaba un poblado o se techaba su escuela.

No parientes, pocos amigos. Los funcionarios de las dos administraciones de Cervera no fueron necesariamente los amigos de juventud, sino aquellas personas —entre ellos o fuera de ese círculo— que podían responder a las exigencias de absoluta dedicación y completa honradez en el desempeño de sus responsabilidades.

Contra las costumbres prevalecientes a mitad del siglo pasado, la esposa de Víctor Cervera, Amira Hernández, trabajó como abogada en el Poder Judicial del Estado desde recién casada. Tras una larga carrera, llegó a ser magistrada del Tribunal Superior de Justicia de Yucatán, por derecho propio.

En su primer gobierno, los cuatro hijos de Cervera eran menores de edad. En el segundo, eran jóvenes mujeres y hombres que permanecieron fuera de la administración pública y de los cargos políticos no por falta de aptitudes, quizá tampoco de ganas, sino por la convicción paterna de que la política no era un asunto de parientes y que habría sido injusto favorecer a alguno de ellos a costa de dejar atrás a otros, con iguales o mayores méritos, pero sin padre gobernador.

El legado de Víctor Cervera no es una corriente o grupo político en el interior de su partido.

Nada más ajeno a quien privilegió la cultura del esfuerzo y del mérito, sobre el nepotismo y el amiguismo.


Su principal aportación fue demostrarnos que podemos, que debemos pensar en grande y acometer retos que demandan organización, imaginación y audacia, con la conciencia de que eso es lo que requiere el estado. Es el mejor homenaje a quien hizo de Yucatán su pasión y su vida.— Mérida, Yucatán

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