Visita Papal. Con olor a ovejas
Dulce María Sauri Riancho
La
tarde de este miércoles, el papa Francisco emprenderá su viaje de regreso a
Roma. Habrá permanecido seis intensos días en nuestro país, que recorrió en
todas direcciones, para culminar en la frontera norte de México, en la
simbólica Ciudad Juárez. La agenda del Pontífice ha sido amplia y variada.
Ha
hablado claro y fuerte de los graves problemas de violencia, corrupción y
narcotráfico que vive nuestro país. La tolerancia social y la indiferencia
frente a la pobreza y la marginación han sido condenadas por Francisco, quien
nos ha recordado insistentemente que cada uno de nosotros tiene una obligación
de amor hacia sus semejantes. Los más frágiles, los más humildes han recibido
atención y cuidado papal, mezclados permanentemente con una cálida sonrisa en un
hombre que a sus 79 años llegó a la ciudad de México, con su contaminado aire a
2,500 metros de altura.
El Papa
caminó, saludó, habló como si fuese un habitante más de ese sufrido Valle de
México, donde a punto estuvo de declararse la precontingencia ambiental que
hubiese evitado la realización de actos masivos en el exterior,
significativamente la misa del domingo pasado en Ecatepec.
El Papa
visitó México en su doble carácter de jefe del Estado Vaticano y de la Iglesia
Católica. Es la segunda ocasión que así sucede; la primera fue en 1993, agosto,
justamente en Yucatán. Recién se había reformado la Constitución para reconocer
a las asociaciones religiosas, lo que permitió la reanudación de las relaciones
diplomáticas con el Estado Vaticano. Fue la única visita de las cinco que
realizó a México el Papa San Juan Pablo II con estas características. Benedicto
XVI asistió exclusivamente al Bajío en función pastoral. Ahora llegó Francisco.
En 1993, tuve el honor de recibir a nombre de los yucatecos, al Papa Juan Pablo II. |
El
balance entre las dos agendas ha permitido ver al diplomático aplicado lo
suficiente para cumplir su papel de representación política de un estado que
México reconoció apenas hace 23 años. Por eso fue recibido con toda pompa en el
Patio Central del Palacio Nacional, en una ceremonia encabezada por el
presidente de la república.
Además
del gabinete presidencial, menudearon los políticos de distintos partidos,
entusiasmados quizá por la cercanía a una figura que podría eventualmente
reforzar sus maltrechas imágenes ante el electorado. Considero que Francisco
representó exitosamente al Estado Vaticano. No sé si tuvo la misma fortuna el
presidente Enrique Peña Nieto, pues es jefe de un estado laico, cuya conducta
externa tiene que estar normada por este principio constitucional. En lo
personal, hubiera preferido que el acto de comulgar en la misa de la Basílica
de Guadalupe lo hubiese realizado en la esfera de su vida privada, un domingo o
día de guardar, en vez de hacerlo ante la mirada de millones de mexicanos que
son, sí, en su mayoría católicos, pero otros, casi el 20%, no lo son. Y esta
cuestión nos remite a la esencia del Estado laico.
El
laicismo en México ha sido la mejor garantía para el pleno ejercicio de las
libertades, que permite a las personas creer en Dios o no hacerlo; que abre
espacio a la libre elección de la fe religiosa y a su práctica, sin temor a
represalias o a la discriminación. Ese sentido de libertad que representa el
Estado laico se aprecia más en estos tiempos de resurgimiento de los estados
teocráticos en el Medio Oriente. La religión musulmana no se limita a ser de
Estado, sino que sus principios son norma obligada para todos sus ciudadanos,
la profesen o no. Fenómenos de persecución religiosa que parecían haber sido
finalmente extirpados de la conducta humana han resurgido con una
extraordinaria intensidad en esos países en los cuales ser católico o cristiano
representa persecución y un riesgo real de vida.
Cubiertas
las formalidades de su representación política, el Papa Francisco se entregó de
lleno a su misión pastoral. Me impresionó la dureza de su mirada y la parquedad
del saludo a la pareja presidencial al concluir la misa en la Basílica de
Guadalupe, en tanto que sus ojos brillaban al rezar ante la tilma milagrosa de
San Juan Diego. O su calidez hacia los niños y sus padres en la visita al Hospital
Infantil de México.
Pero
Francisco regresa a Roma. ¿Qué quedará entonces de su presencia en nuestras
tierras? Rondaba mi mente una vieja canción de Juan Manuel Serrat, “La Fiesta”,
que en sus párrafos finales dice: “Y con la resaca a cuestas, vuelve el pobre a
su pobreza; vuelve el rico a su riqueza; y el señor cura a sus misas (…) Vamos
bajando la cuesta, que arriba en mi calle se acabó la fiesta”.
Algo
así me temería de la visita papal si Francisco no hubiese pronunciado su
discurso ante los obispos de México en la Catedral Metropolitana de la capital
de la república. No tiene desperdicio. Ante casi 200 personas de la jerarquía
eclesiástica, el Papa puso los puntos sobre las íes. “Sean por lo tanto —les
dijo— obispos de mirada limpia, de alma transparente, de rostro luminoso. No le
tengan miedo a la transparencia. La Iglesia no necesita de la oscuridad para
trabajar. Vigilen para que sus miradas no se cubran de las penumbras de la
niebla de la mundanidad; no se dejen corromper por el materialismo trivial ni
por las ilusiones seductoras de los acuerdos debajo de la mesa; no pongan su
confianza en los ‘carros y caballos’ de los faraones actuales, porque nuestra
fuerza es la ‘columna de fuego’ que rompe dividiendo en dos las marejadas del
mar, sin hacer grande rumor” (https://www.aciprensa.com). Varios destacados
personajes presentes deben haberse agitado en sus bancas y preguntado en su
corazón, como Judas Iscariote: “¿Acaso seré yo, Maestro?”. Para la inmensa
mayoría, las palabras papales reforzaron su convicción de seguir los vientos
renovadores de la Iglesia Católica y se aprestaron a transformarse en pastores
con olor a ovejas, cerca de quienes sufren de violencia, corrupción y
desesperanza. Ellos, obispos y sacerdotes, son los principales responsables de
que la visita a México del Papa Francisco tenga frutos que enraícen en el
pueblo mexicano, católico o no, que necesita esperanza a través de la
Misericordia.— Mérida, Yucatán.