Cambios en el gabinete: Pemex y peso.
Dulce María Sauri Riancho
Hace 21
años estábamos en plena crisis económica. En vano afán de mantener el tipo de
cambio, el Banco de México había perdido casi la totalidad de sus reservas, que
para la fecha en que se precipitaron los acontecimientos ascendía a menos de
seis mil millones de dólares americanos. Tocamos fondo en ese primer trimestre
de 1995. Una de las pocas consecuencias positivas fue la reforma para conformar
al Banco de México como organismo constitucional autónomo, con una única encomienda
específica: mantener bajo control la inflación. Ya no tendría la
responsabilidad de sostener el tipo de cambio, pues éste quedó supeditado a la
oferta y la demanda.
Así
comenzó Banxico hace más de 20 años a acumular lentamente reservas en dólares,
oro y otras monedas internacionales; así logró mantener en sus arcas parte de
las ganancias extraordinarias por la venta de petróleo crudo que pudo obtener
el país en tiempos de bonanza petrolera, hasta llegar a la entonces
inimaginable cifra de casi 200 mil millones de dólares en 2015. Ese dinero
duramente obtenido, con sacrificio de millones de personas, se utilizó durante
todo 2015 y en lo que va de este año, para intentar estabilizar el mercado
cambiario.
Casi
todos los días, el Banco de México vende entre 200 y 400 millones de dólares de
sus reservas, y el peso recupera unos cuantos centavos, mismos que pierde en
cuanto abre el mercado al siguiente día, en una maniobra que beneficia a unos
cuantos grandes especuladores. Aun así, la moneda mexicana se cotizó el lunes
pasado a más de 19 pesos a la venta ($19.05).
Por
semanas y meses, la explicación oficial sobre la inestabilidad cambiaria y la
depreciación del peso descansó en los acontecimientos internacionales —la
ralentización de la economía de China, la crisis en la Unión Europea— mismos
que, nos insistían, gracias a la previsión de las autoridades mexicanas, se
habían logrado salvar. Además, señalaban, un peso más barato favorece las
exportaciones mexicanas, en consecuencia, dictaminaban, el perjuicio se reduce
a unos cuantos, entre los cuales se encuentran los importadores de mercancías y
quienes hacen turismo en el extranjero.
Pero
esta semana cambió el discurso. Por primera vez el Banco de México aceptó que
el problema proviene también de adentro; que el déficit fiscal y el deterioro
de la situación financiera de Pemex están incidiendo en la pérdida de valor del
peso. Significa que esos inversionistas extranjeros, dueños de acciones y
valores en la Bolsa Mexicana y de los bonos de deuda que emite el gobierno
federal están nerviosos porque no se ha dado cumplimiento al compromiso
gubernamental de reducir el gasto público, sino que, por el contrario, en 2015
aumentó por encima de lo autorizado por la Cámara de Diputados. Y si el precio
del barril de petróleo de la mezcla mexicana ha descendido hasta 25 dólares o
menos, cuando se estimaba en casi el doble, 49 dólares, ¿de dónde saldrá el
dinero para cubrir el déficit?
Ya
vimos que no proviene de reducir el gasto; las exportaciones manufactureras
tampoco están creciendo al ritmo estimado; el seguro petrolero cubre una parte
de la caída de los ingresos públicos y exclusivamente por este año 2016;
entonces, el gasto gubernamental excesivo sólo puede venir de un mayor
endeudamiento y de incrementar el déficit de las finanzas públicas. Por si esto
no fuera suficiente, la otrora principal fuente de ingresos gubernamentales y
flamante “empresa productiva de Estado”, Pemex, reporta pérdidas
multimillonarias que la tienen al borde de la quiebra, cosa que ya habría
sucedido si fuera una empresa cualquiera.
Pero
resulta que toda su deuda, bonos, préstamos de distinta índole, está
garantizada por el gobierno federal y forma parte de la deuda soberana de
México. En buen castellano: si Pemex deja de pagar o si se deterioran aún más
sus finanzas, el castigo de las calificadoras internacionales se hará sobre
esos bonos soberanos, que tendrán que pagar réditos más altos si necesitan
recaudar recursos para refinanciarse.
Esta
situación de deterioro de las finanzas de Pemex debe haber sido la principal
motivación de los cambios que realizó el presidente Peña Nieto en su gabinete.
En la Secretaría de Salud salió una de las tres mujeres, Mercedes Juan, para
ser sustituida por el doctor José Narro, ex rector de la UNAM. En el IMSS, el
comisionado contra riesgos sanitarios, Mikel Arriola, entró en lugar de José
Antonio González Anaya, quien a partir de ayer encabeza Pemex. Este
funcionario, con larga carrera en el sector hacendario, llega sin duda alguna
con la difícil encomienda de poner orden en las finanzas de la paraestatal. Si
fracasa en su intento, el llamado “riesgo país” se incrementará y todos los
préstamos internacionales serán más caros. Consecuencia del peso depreciado,
los precios de los productos que en un mundo de economía globalizada tienen un
componente internacional, aumentarán todavía más. La inflación repuntaría y el
Banco de México tendría que actuar aumentando las tasas de interés. Y si el
dinero cuesta más, los negocios tendrán dificultades para financiarse, la gente
para pagar sus deudas y la economía podría crecer todavía más despacio. Por el
bien de todos, ¡buena suerte, José Antonio González Anaya!—Mérida, Yucatán.