Colosio asesinado. Rumbo distinto para México
Dulce María Sauri
Riancho
El
pasado domingo 23 se cumplieron 20 años del asesinato de Luis Donaldo Colosio.
Nuestras vidas y actividades políticas estuvieron estrechamente vinculadas
desde la Secretaría de Programación y Presupuesto, y durante la campaña
electoral 1988, cuando Colosio fue su coordinador. Fuimos compañeros en el
Senado, integrantes de la LIV Legislatura. En diciembre de ese año, cuando
asumió la presidencia del CEN del PRI, me invitó a encabezar la secretaría de
Finanzas, cargo que desempeñé hasta después de la emblemática XIV Asamblea
Nacional de octubre de 1990.
Colosio
fue el primero que me deseó suerte cuando viajé a Mérida para asumir la
gubernatura interina de Yucatán el 14 de febrero de 1991. En su despedida
percibí el decisivo papel que pudo haber desempeñado como presidente del CEN en
ese desenlace. Unos meses después, al iniciar 1992, se hizo cargo de la
naciente Sedesol y desde allí apoyó con generosidad los programas sociales y de
vivienda de mi gobierno. Destacaron en particular la construcción del fraccionamiento
“Francisco de Montejo”, como un novedoso proyecto de interés social con
características de infraestructura urbana de tipo residencial. Las autoridades
estatales recibimos su apoyo para lograr que la presencia del Papa en Yucatán
perdurase en la memoria colectiva, cuando canalizó recursos de la secretaría a
su cargo para convertir el gigantesco terreno donde se había celebrado la Misa
Papal en el fraccionamiento Juan Pablo II. Como gobernadora también recibí su
apoyo para culminar la transferencia de las instalaciones militares que
funcionaban en el Ateneo Peninsular, y convertirlo en el Museo de Arte
Contemporáneo de Yucatán, en una asociación público-privada que perdura hasta
la fecha.
Las
coincidencias -o la cuidadosa planeación política- propiciaron que el mismo día
que se celebraban las elecciones para renovar la gubernatura, el Congreso y los
106 ayuntamientos yucatecos, el PRI “destapara” a Colosio como su candidato a
la Presidencia de la República. Ese 28 de noviembre de 1993, decenas de priístas
que realizaban tareas de observadores del proceso electoral tuvieron que salir
apresuradamente del estado rumbo a la capital del país, para hacerse presentes
con el aspirante presidencial. Por mi parte, en los siguientes tres días tuve
que tomar decisiones sumamente difíciles frente a la exigencia de negociar los
resultados electorales de mi tierra.
El
PRI había triunfado ampliamente en el estado y también en Mérida, con un margen
de 2,000 votos, cantidad que ahora se nos antoja suficiente pero que entonces,
al encontrarse en el margen del 2%, estimuló la presión panista para conservar
la alcaldía de la capital.
Renuncié
al Ejecutivo de Yucatán la madrugada del 1 de diciembre de 1993. El Congreso
del Estado no aceptó mi renuncia, pero el secretario general de Gobierno se
quedó a cargo del despacho hasta la conclusión del periodo. Días después,
Colosio me llamó y fui a visitarlo a su casa de la ciudad de México, donde
hablamos largamente. Tenía la mirada de la ilusión a la que el desengaño
comenzaba a nublar. Me afirmó que muchas cosas habrían de cambiar cuando
llegara a la Presidencia; que las concertacesiones serían parte de esa etapa en
que se impulsó la democracia con los fórceps de la negociación. Le creí.
Regresé
a Mérida y días después salí del país en un viaje de dos meses al otro lado del
mundo. ¿Evasión o intento de recuperar fuerzas? La cuestión es que volví fuera
de tiempo para acompañar al candidato en el acto del Monumento a la Revolución
del día 6; o al evento celebrado con miles de mujeres para conmemorar su Día.
No sentía prisa por reencontrar a quien había comprometido una reforma del
Poder.
La
tarde del miércoles 23 de marzo nos habíamos reunido en casa un grupo de amigos
y ex colaboradores de mi gobierno para platicar y compartir preocupaciones
sobre la política, el partido y la campaña de nuestro amigo común. De pronto
sonó el teléfono y la voz angustiada de Valerio Buenfil -un joven que había
sido mi auxiliar y que decidió incorporarse a la campaña- me informó desde
Tijuana que habían herido a Colosio en Lomas Taurinas.
La
televisión, que prendimos de inmediato, estaba también sumida en el
desconcierto, hasta que Liébano Sáenz salió ante los medios para anunciar su
muerte. Hubo entre nosotros lágrimas y dolor, como en muchas personas de
distintas partes de México. No podíamos determinar cómo ni cuánto, pero cundió
la percepción de que el asesinato de Colosio había cambiado el rumbo del país y
alterado el de nuestras vidas. Para mí, su muerte violenta rompió la sensación
de invulnerabilidad física que me había acompañado en mi complicada gestión
como gobernadora. Pero eso era lo de menos. La reflexión sobre la magnitud de
los cambios que una sola -¿o fueron dos?- bala iba a provocar vendría después.
Siempre gravita en mi pensamiento lo que pudo haber sido y no fue; el Camelot
que imaginábamos y los dragones que habríamos de vencer. Como generación, fue
una pérdida de la que nunca nos recuperamos.
Ahora
Colosio es nombre de avenidas, fraccionamientos residenciales, auditorios y de
la Fundación que el PRI tiene para el análisis crítico de los problemas
nacionales. Veinte años después aún duele, y mucho…- Mérida, Yucatán.