Fenómenos naturales y organización social
Dulce María Sauri. Día
a día se va desgranando el mes de septiembre. Ya no sólo es el del informe
presidencial que lo inaugura, sino el de las Fiestas Patrias y desde hace casi
30 años, es el periodo que marca los azotes más fuertes que la naturaleza le ha
dado a México: terremoto en el Distrito Federal, 19; huracán “Gilberto”, 12-14;
ciclón “Isidoro”, 22.
En
este año, dos fenómenos meteorológicos confluyeron en los dos océanos que
abrazan las costas mexicanas. En el Pacífico, una tormenta tropical, “Manuel”,
y en el Golfo de México, “Ingrid”. Ninguno llegó a emular a los gigantescos
meteoros que viven en la memoria colectiva, pero el agua que descargaron
provocó enormes daños a las viviendas, infraestructura y al patrimonio de miles
de familias, en particular en Guerrero, uno de los estados más pobres del país.
De
pronto, el debate nacional saturado por la discusión de la reforma fiscal, la
propuesta en materia de energía y por las movilizaciones magisteriales contra
la reforma educativa, compartió el interés público con las medidas de atención
a las víctimas y en discutir y analizar si se pudo prever lo acontecido y,
sobre todo, si hubo negligencia y corrupción que agravara el azote de la
naturaleza.
Estoy
convencida de erradicar de mi vocabulario el término “desastre natural”, porque
éste implica una aceptación resignada de un fenómeno que no se puede prever y
mucho menos enfrentar sus consecuencias. Una vez más, las grandes tragedias
muestran que la diferencia en los saldos trágicos de pérdida de vidas, está
asociada a una mayor o menor organización del conjunto de la sociedad. Basta
recordar el enorme contraste entre la capacidad de reconstrucción de Japón,
frente a las consecuencias del devastador sismo de magnitud 9.0, en marzo de
2011, y la forma como uno similar, aunque de menor intensidad (7.2 grados),
afectó a Haití en enero de 2010, con un saldo de más de 320 mil personas
fallecidas.
Pobreza,
corrupción e incapacidad del gobierno para prever y aplicar las normas de
seguridad, son una combinación letal. Desafortunadamente, ocultas tras una
cortina que se rasga sólo hasta que acontece una tragedia de alta visibilidad.
Entonces comienzan las denuncias: que si la Autopista del Sol, construida a
principios de la década de 1990, está defectuosa en muchos de sus tramos; que
si el Ayuntamiento concedió autorización para construir en la zona de manglares
de Punta Diamante enormes edificios departamentales que impidieron el flujo
regular de las aguas; que, haciendo caso omiso a los débiles llamados de las
autoridades, muchas familias construyeron sus viviendas en los cauces secos de
los ríos o en las inseguras laderas de las montañas, etcétera. Además, muchas
de estas decisiones o de la actitud permisiva de las autoridades están
salpicadas de sospechas de corrupción para hacerse de la vista gorda y otorgar
licencias de construcción en terrenos que debían haberse conservado por
seguridad.
¡Y
qué decir de las “clientelas electorales”! En muchas ciudades del país no sólo
se ha tolerado, sino auspiciado, la ocupación irregular de terrenos que carecen
de servicios básicos. Precisamente para satisfacer las necesidades sociales de
contar con un lugar para edificar su modesta casa, se crearon en los estados
instituciones dedicadas a la ordenación del uso del suelo, de tal manera que se
garantizara una correcta utilización de las reservas territoriales constituidas
sobre terrenos ejidales. Pero, por lo visto, poco han ayudado en entidades como
Guerrero.
En
Yucatán nos sentimos un tanto al margen de estos problemas. Convivimos con la
amenaza de los huracanes; los hemos sufrido, pero ahora sabemos que hay formas
de prevenir su saldo lamentable en pérdidas de vidas humanas. No tenemos ríos
superficiales, tampoco montañas, pensamos, lo que pasa en otras regiones no
puede suceder aquí. Sin embargo, de ninguna manera estamos excluidos de la
responsabilidad colectiva de prever, de enfrentar la realidad del cambio
climático que trae consigo amenazas inéditas para la actual organización
social.
Recuérdese
el malestar que generó entre los propietarios de terrenos en la franja costera
yucateca la norma que el Programa de Ordenamiento Ecológico del Territorio
Costero de Yucatán, (Poetcy) incluyó para restringir cualquier construcción en
una franja de 60 metros desde la orilla del mar. Se trata de proteger las dunas
de arena, esas que muchas veces se remueven para tener vista a la playa desde
las residencias veraniegas. Pero son precisamente estos montículos arenosos los
que albergan la vegetación e impiden la erosión y la fácil incursión del mar
tierra adentro.
La
corrupción tiene también rostro de omisión. Es más fácil callar y conceder que
establecer una norma y procurar su cumplimiento. Si como dice un viejo
proverbio chino: “… El aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al
otro lado del mundo…”, ¿qué podemos sentir con un huracán cercano a las costas
yucatecas? No es para angustiarse, sí para ocuparse en una mejor organización
de carácter permanente, para que cuando la naturaleza nos alcance, el saldo sea
menos elevado, que los daños se limiten al efecto natural del meteoro y no haya
agregados por los abusos o las omisiones de la sociedad.- Mérida, Yucatán.