Nuevas violencias, viejas culpas
Beijing 1995: parteaguas global.
Han pasado tres décadas desde que, en 1995, la IV
Conferencia Mundial sobre la Mujer, en Beijing, definió un programa de acción
que transformó el vocabulario político, jurídico y social sobre los derechos de
las mujeres. Entre las doce esferas de especial preocupación, una resaltó
entonces —y sigue resonando hoy— como una denuncia global: la violencia contra
las mujeres y las niñas. Beijing hizo explícito lo que muchas sociedades se
negaban a ver: la violencia de género no es inevitable, no es cultural y no es
asunto privado. Es una violación a los derechos humanos, y por tanto una
obligación del Estado combatirla.
En el continente americano, los preparativos de la
Conferencia coincidieron con un hito aún más específico: la adopción de la
Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia
contra la Mujer —conocida como Belem do Pará, por la ciudad brasileña en donde
se realizó la reunión—, el primer instrumento internacional jurídicamente
vinculante dedicado exclusivamente a esta materia. México la ratificó en 1994,
justo en vísperas de la IV Conferencia, en un gesto que anticipó la transformación
jurídica que vendría después.
Después de Beijing, el 25 de noviembre de 1996, México dio
un paso decisivo al reconocer formalmente que la violencia en el ámbito
familiar era un asunto de interés público, abriendo la puerta para que el
Estado interviniera en lo que antes se consideraba territorio sagrado del
hogar. Fue un punto de inflexión cultural y legal de enorme calado.
La arquitectura jurídica mexicana
A partir de ese momento, el país comenzó a edificar una
arquitectura jurídica compleja. La Constitución incorporó progresivamente la
obligación del Estado de prevenir, atender, sancionar y erradicar la violencia
contra las mujeres, además de garantizar la igualdad sustantiva y la igualdad
salarial efectiva. En 2007 se expidió la Ley General de Acceso de las Mujeres a
una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV), que desde entonces ha sido reformada
numerosas veces para incorporar nuevas formas de violencia: la obstétrica, la
mediática, la digital, la política, entre otras. La tipificación del
feminicidio buscó enfatizar que la privación de la vida de una mujer por
razones de género exige una respuesta penal más severa y especializada.
Paralelamente, se construyó un entramado institucional:
institutos de las mujeres, centros de justicia, unidades de género y mecanismos
como la Alerta de Violencia de Género, que reflejan la intención de convertir
la igualdad en política pública permanente. Vista desde la norma, la distancia
entre 1995 y hoy es inmensa. Pero desde la experiencia cotidiana de las
mujeres, el panorama sigue siendo sombrío.
El corazón del problema: los códigos patriarcales
Las leyes, aunque necesarias, no son suficientes. La
desigualdad no se disuelve con decretos, ni las violencias desaparecen con
reformas legales. El principal obstáculo no está en los códigos jurídicos sino
en los códigos patriarcales: valores, inercias y silencios que se transmiten de
generación en generación y que, sin darnos cuenta, se alojan en la mente y el
corazón tanto de hombres como de mujeres. Es esa internalización profunda la
que inhibe el ejercicio pleno de los derechos y mantiene intactas las jerarquías
de género.
El mandato del cuidado: la gran resistencia
Si hubiera que señalar el núcleo más resistente del orden
patriarcal, quizá sería la estructura del cuidado: quién cuida, quién renuncia,
quién sostiene la vida cotidiana. En la práctica, el cuidado sigue siendo un
mandato femenino. No es casual que las mujeres soporten dobles jornadas, que su
participación laboral sea intermitente, que la maternidad siga determinando
trayectorias profesionales y que la vejez las encuentre con menos recursos,
menos autonomía y más dependencias.
Cuando las mujeres de edad avanzada padecen una discapacidad
o pierden autonomía, su cuidado vuelve a recaer casi siempre en otra mujer: una
hija, una hermana, una nuera. Ahí emerge una forma de violencia particularmente
insidiosa: el cuidado impuesto, disfrazado de deber afectivo. Esa obligación
inmoviliza a las cuidadoras, limita su derecho al trabajo y les niega descanso.
Se trata de una desigualdad que se hereda de mujer a mujer.
Cedazo más fino
El avance social ha permitido identificar violencias antes
invisibles. El cedazo se ha vuelto más fino y ahora reconocemos la violencia
política contra las mujeres, que busca impedirles el pleno ejercicio de su
representación o de su cargo. Pero este reconocimiento requiere precisión. No
toda crítica hacia una mujer gobernante es necesariamente violencia de género.
Trazar esa línea con responsabilidad es indispensable para evitar su
banalización y para impedir que se use como un escudo que encubra ineptitudes o
actos de corrupción. Defender los derechos exige rigor, no indulgencias
automáticas.
La trampa demográfica
Sin embargo, mientras ganamos claridad conceptual, emergen
nuevas amenazas de retroceso. En varios países avanzados, la preocupación por
la caída en el número de nacimientos está derivando en políticas que, bajo el
argumento demográfico, empujan a las mujeres hacia la maternidad. Estímulos
económicos, licencias condicionadas o estipendios para que se dediquen al
cuidado llevan implícito un mensaje inquietante: la sociedad necesita que las
mujeres regresen al hogar. Se instala así la narrativa de que el envejecimiento
poblacional es culpa de las mujeres que “no quieren” tener hijos. Una
gigantesca inculpación colectiva que revive la idea de que la identidad
femenina está subordinada a la reproducción y al cuidado. Este giro demográfico
es, en el fondo, una tentativa de restaurar el viejo pacto social que asigna a
las mujeres el rol de sostenedoras silenciosas de la vida doméstica.
La igualdad, en este marco, no solo se detiene: retrocede.
Treinta años después de Beijing, no basta con recordar los compromisos: hay que
defenderlos, ejercerlos y protegerlos de cualquier intento de regresión.
Una solidaridad necesaria
En este contexto de avances frágiles y resistencias
persistentes, vale la pena subrayar un episodio reciente que revela hasta qué
punto las mujeres que ejercen funciones públicas siguen expuestas a presiones
desproporcionadas. El Tribunal Federal de Justicia Administrativa pretende
sancionar a las consejeras del INE Dania Ravel y Claudia Zavala por haberse
negado, en 2021, a avalar el inicio del proceso de revocación de mandato cuando
el Instituto no contaba con un solo centavo para llevarlo al cabo. Su negativa
fue un acto de responsabilidad institucional, pero también un acto de libertad.
Defender la legalidad y la autonomía técnica del organismo electoral no es un
delito: es precisamente el deber de quien ocupa un cargo de Estado. Resulta
inimaginable que se pretenda castigar a dos mujeres por ejercer su criterio y
cumplir su obligación. Su caso simboliza, una vez más, cómo la violencia —en
esta ocasión institucional— puede intentar disfrazarse de procedimiento
administrativo.— Mérida, Yucatán
dulcesauri@gmail.com
Licenciada en Sociología con doctorado en Historia.
Exgobernadora de Yucatán