Ancianidad o senescencia. La nueva tercera edad

Dulce María Sauri Riancho
Hoy cumplo 68 años. Pertenezco a la generación marcada por este número que recuerda el movimiento estudiantil y los trágicos acontecimientos del 2 de octubre en Tlatelolco. Fueron integrantes de este grupo de edad, hoy septuagenarios la mayoría, quienes transformaron la economía, la política y la sociedad de México.

Méritos y errores aparte, el rasgo distintivo de quienes nacimos entre 1945 y 1970 es que sobrevivimos muchos años más que nuestros progenitores. Ellas y ellos cuando nacieron, sólo tenían la expectativa de vivir poco más de 40 años.

Nuestro caso fue diferente, pues al llegar al mundo la esperanza de vida rondaba los 58 años. Pero ahora la cifra aumentó hasta casi 75 años (para las mujeres, casi 78). Quiere decir, amig@s lector@s, que aun habiendo cumplido casi siete décadas de vida, todavía queda en promedio, un trecho por recorrer.

Después de los 65 años, censos y encuestas nos clasifican como “población en retiro” (PER), para distinguirnos de la “población en edad de trabajar” (PET). Nos llaman “ancianos”, “viejos”, o con una gran delicadeza, “tercera edad”. Lo cierto es que se trata del grupo que crece en forma acelerada. En Yucatán representamos casi el 8 por ciento de la población total, unas 160,000 personas, más mujeres que hombres. Antes, festejar la llegada a las seis décadas era una excepción; ahora, casi es normal. Antes, una mujer de más de 50 años era considerada anciana; ahora, posiblemente atienda hijos en el hogar. Antes, los hombres se pensionaban y unos cuantos años después, morían, dejando a la esposa beneficiaria de su jubilación por un tiempo también muy corto.

Ahora, el retiro a los 65 años representa, para los dos, el reto de sobrevivir más de diez años en condiciones precarias. Antes, los achaques de la edad azotaban temprano, más cuando se carecía de recursos para enfrentar a las enfermedades crónico-degenerativas, especialmente los problemas cardíacos y derivados de la diabetes. Ahora, existen tratamientos para esos males.

Se dispone de más años, sí, pero las condiciones para transitarlos no son las mejores: políticas públicas insuficientes y cortoplacistas, conocimiento precario de la condición en que vive un número creciente de personas. En el fondo, se encuentra el prejuicio sobre el futuro de quienes alcanzan esta edad. Ellas y ellos —se dice— ya han vivido (algunas veces adornado de un condescendiente “hicieron mucho”) y sólo les resta —consideran— esperar de la mejor manera el final. Ninguna sociedad puede darse el lujo de ignorar al 10% de su población. Este es el caso de las y los mayores de 60 años. Por eso tendremos que repensar sobre esta categoría, de la que poco se conoce desde la perspectiva social y me atrevo a decir, de salud pública. Usemos un ejemplo para medir la dimensión de la tarea.

Hasta hace unas cuantas décadas, se pasaba de la niñez a la juventud; incluso, el censo consideraba a los mayores de 12 años en “edad de trabajar” (ahora, está incluso penado el trabajo infantil). Las mujeres casi niñas contraían matrimonio y eran madres antes de cumplir los 18 años. Hoy, preocupa y se atiende el “embarazo adolescente”. Se construyó una categoría nueva: la adolescencia, ese periodo que media entre la pubertad y los 18 años, anterior a la mayoría de edad y a la ciudadanía.

Ahora se conoce con detalle la evolución biológica y psicológica de las y los adolescentes; cada vez se diseñan mejores estrategias educativas y políticas públicas para atender a este grupo de edad, identificado plenamente.

Propongo que algo semejante se realice con la población mayor de 60 años. Hablamos del grupo de las y los “senescentes”, integrado por aquellas personas en tránsito hacia la vejez, cuyo límite sólo estaría determinado por la salud individual y la voluntad de participar en las actividades de la sociedad.

Estrategias

En un país predominantemente de jóvenes, se requiere una estrategia de reivindicación de las capacidades y aptitudes de las y los senescentes. El gabinete presidencial y el mismo López Obrador son muestra vigente de la participación de mayores de 65 años en los más altos niveles de decisión. Pero en la vida cotidiana priva la exclusión y el rechazo a cualquier forma de participación económica y social de “los viejos”, incluyendo acceso a créditos, seguros y otros servicios que les son negados por su “avanzada” edad.

El programa de Pensión para el Bienestar de los Adultos Mayores, que sustituyó al de “65 y Más”, consolida la disposición de un ingreso básico para todas las personas mayores de 68 años (y de 65 en las zonas rurales). No menosprecio los $2,550 bimestrales ($15,300 al año) que pueden recibir todos ellos, desde Carlos Slim hasta el más pobre de México. Pero no es suficiente, más cuando ha significado retirar recursos de otros programas institucionales dedicados a atender la salud y la participación comunitaria de los mayores.

El reconocimiento de la población senescente tiene que ir más allá de la transferencia de dinero. Al igual que en el caso de la juventud, se requieren acciones institucionales en materia de oportunidades laborales, créditos para actividades económicas y opciones productivas para quienes tengan la energía o la necesidad de generar ingresos. Y distinguir siempre la diferente condición de las mujeres y los hombres.

Empezar a envejecer (eso quiere decir “senescente” según la Real Academia Española) no debe significar comenzar a morir. También las y los mayores construimos el futuro. Aunque el nuestro sea más corto.

P.D. Hoy cumplen años Jorge Carlos Ramírez Marín, Francisco Labastida Ochoa, Julia Carabias y otros personajes públicos. Algo tiene agosto y el signo zodiacal de Leo que cobija y atrae a la noble actividad de la política y del servicio público.— Mérida, Yucatán

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