Movimiento estudiantil. Cincuenta años después


Dulce María Sauri Riancho
El verano de hace 50 años me preparaba para iniciar el tercero de preparatoria en el Colegio América (Teresiano), en la ciudad de Mérida, gobernada por primera vez por un ayuntamiento del PAN. En las vacaciones, junto con otras tres amigas y compañeras, había viajado a Guadalajara en busca de orientación vocacional para definir mis opciones de ingreso a la universidad. Satisfechos los motivos del viaje, y en ruta de regreso a casa, hice una larga escala de 15 días en la ciudad de México, hospedándome en casa de una buena amiga de mi madre. Había conocido a unos jóvenes inquietos meses atrás, en un encuentro teresiano en Zamora, Michoacán. Con ellos fui a Ciudad Universitaria, a visitar al hermano de uno de ellos, que formaba parte del grupo defensor de la Facultad de Medicina. Quise ir a la primera gran manifestación del 13 de agosto que habría de culminar en el Zócalo de la ciudad de México, en la que más de 150,000 personas desfilaron en completo orden. Algo intuyeron mis padres de mis andanzas, porque de pronto recibí un boleto de avión para regresar de inmediato a Mérida. Desde mi casa, en las páginas del Diario de Yucatán, seguí las actividades del Consejo Nacional de Huelga (CNH), su demanda de solución de los seis puntos del pliego petitorio. Conocí la férrea defensa de la autonomía universitaria del rector Javier Barros Sierra, así como las primeras manifestaciones en distintos estados del país. Las marchas multitudinarias de agosto culminaron con el desalojo del plantón que intentó permanecer en el Zócalo, en espera del Informe presidencial del 1 de septiembre. Ese día, Gustavo Díaz Ordaz acusó a “fuerzas internas y externas” de intervenir en el conflicto estudiantil. El 13 de ese mes se realizó la imponente “Marcha del Silencio”, en la que participaron más de 250,000 personas, encabezadas por el rector de la UNAM. A 10 días de la inauguración de los Juegos Olímpicos, el miércoles 2 de octubre por la mañana, se reunieron por primera vez los representantes del presidente de la república, Jorge de la Vega y Andrés Caso, con una delegación del CNH. Pero en la tarde, la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco se tiñó de sangre. El mitin convocado por el CNH fue abruptamente interrumpido a las 6:10, a partir del momento en que una bengala iluminó el atardecer, como una señal para iniciar los disparos de armas de alto poder, en una confusa situación que, hasta la fecha, sigue sin aclararse si los elementos del Ejército que se encontraban en el lugar repelieron la agresión iniciada por francotiradores de origen desconocido. Lo cierto fueron los muertos, los heridos y los cientos de estudiantes aprehendidos y consignados a la cárcel de Lecumberri. Un mes después, el 6 de diciembre, el Consejo Nacional de Huelga quedó formalmente disuelto, los estudiantes retornaron a clases y se dio inicio a una prolongada lucha por la liberación de los presos políticos.

Pocos elementos tenía entonces para comprender la magnitud y el alcance de un movimiento que habría de cambiar definitivamente el rumbo de mi vida, al igual que la de miles de jóvenes a lo largo y ancho del país. Al paso del tiempo, me he preguntado las razones por las que el Estado mexicano y, muy concretamente, el PRI no tuvieron capacidad de respuesta frente a la situación. Si desde su fundación en 1929, el partido en el gobierno había demostrado una disposición para cooptar y sumar a los movimientos sociales, ¿qué sucedió en el caso del movimiento estudiantil de 1968?
Una posible explicación se ubica en la incomprensión del fenómeno de la emergencia de las clases medias urbanas y, muy particularmente, de una juventud universitaria que pasaba gradualmente de representar una pequeña minoría, a ampliar los cauces de participación en el principal mecanismo de movilidad social como era la educación superior. Sobre el descontento de las clases medias ya había habido poderosos avisos, como el movimiento médico de 1964-1965, conducido por profesionales jóvenes y educados. Por cierto, la dura represión sobre sus líderes los llevó a la cárcel y a algunos de ellos al movimiento armado años después. En el fondo, el sistema político construido casi cuatro décadas atrás mostraba sus primeros signos de agotamiento. El éxito gubernamental al desarrollar políticas públicas que permitieron mejorar las condiciones de salud, aumentar la esperanza de vida al nacer y acelerar el crecimiento demográfico llevaba consigo sus propios retos y demandas de parte de esos grupos que emergían con fuerza en las ciudades. La libertad de organización, de participación política, de movilidad social, irrumpieron en la agenda dominada hasta entonces por las organizaciones de masas, como la Confederación Nacional Campesina (CNC) y la Confederación de Trabajadores de México (CTM), ambas creadas en la década de 1930. Eran los jóvenes universitarios y profesionales los que retaban al régimen y lo apremiaban a abrir nuevos y distintos cauces de participación. La respuesta gubernamental fue tardía e insuficiente. No bastó la ciudadanía a los 18 años —por cierto, la iniciativa de reforma fue enviada por el presidente Díaz Ordaz en diciembre de 1968— ni la participación de una generación de jóvenes políticos como diputados federales por el PRI en la década de 1970, como parte de la respuesta del régimen, conocida como “apertura democrática”. Estas medidas no fueron suficientes para inhibir la participación de grupos de universitarios en el movimiento guerrillero de esos años. La llamada “Guerra Sucia” que cobró miles de vidas y de desaparecidos forma parte del proceso desatado a partir del movimiento estudiantil de 1968. Veinte años después, en 1988, el PRI resintió una significativa fractura en su monolítica organización con el surgimiento de la Corriente Democrática y la postulación de Cuauhtémoc Cárdenas a la presidencia de la república. Fue un punto de inflexión en el proceso democratizador de México, que generó 12 años más tarde la primera alternancia política en el Ejecutivo federal.

En 2018, 50 años después, hijas e hijos de 1968, en diferentes trincheras, compartimos los logros de una generación que con sangre, imaginación y tozudez, cambió para siempre la faz de la política del país.— Mérida, Yucatán.

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