¿Futuro o pasado? Dos proyectos enfrentados

Dulce María Sauri Riancho
Un debate oculto subyace en la campaña electoral. Se trata de la opción entre pasado y futuro. Los votantes decidirán entre ir hacia adelante o caminar hacia atrás. No es una exageración producto del calor de la contienda política, sino que refleja una realidad difícil de entender si no acudimos a los nuevos conceptos acuñados por pensadores y politólogos para explicar la conducta de la sociedad contemporánea. En este afán, emplearé tres de ellos, uno que data del siglo XV, utopía, y otros dos relativamente recientes: oxímoron y retrotopía. Estamos más familiarizados con el primero, Utopía, que se refiere a una sociedad perfecta y justa, donde todo discurre sin conflictos y en armonía, con un sistema de gobierno acorde con ese ideal. “Utopía” es sinónimo de perfección y objetivos inalcanzables.

Retrotopía no es una palabra trabalenguas. Es un concepto acuñado por el sociólogo Zygmunt Bauman —recientemente fallecido— para explicar el encantamiento de amplios sectores de la sociedad contemporánea con el pasado. Esta situación es atribuida por su autor a la pérdida de la fe en todas las utopías. El socialismo y el comunismo, el capitalismo y la inherente prosperidad individual que traería, han chocado una y otra vez con la desigualdad entre países y personas, entre la riqueza de unos cuantos y la pobreza de la mayoría. Durante todo el siglo pasado, una y otra vez refrendamos la confianza en un futuro mejor, a pesar de las dificultades. En lenguaje musical, creíamos que “siempre vendrán tiempos mejores”. Ese optimismo parece haber quedado atrás. Las utopías han sido sustituidas por reales amenazas, como el cambio climático, la manipulación digital, las pandemias y la siempre latente amenaza de una conflagración nuclear. El optimismo de nuestros padres y abuelos, incluso de quienes formamos parte de la generación de los sesenta, ha sido desplazado por el escepticismo. Pero no podemos vivir sin esperanza. Por eso ideamos una vuelta al pasado, idealizado y recompuesto en la medida de la nostalgia. Aquí entra el tercer concepto: “oxímoron”, figura retórica de pensamiento que consiste en complementar una palabra con otra que tiene un significado contradictorio u opuesto. Un ejemplo sería “futuro pasado”, que refleja la añoranza de la memoria por tiempos anteriores, juzgados desde el presente como más felices y estables.

No creo que López Obrador haya leído a Bauman, pero sin lugar a dudas explota los sentimientos de inseguridad ante un presente impregnado de violencia e incertidumbre personal y colectiva, para promover un regreso al pasado. Pero, ¿de qué tiempos hablamos? En palabras del candidato de Morena, se trata ni más ni menos que de los años dorados del “milagro mexicano” en las décadas de 1950 y 1960.

Fue entonces cuando el país creció a tasas superiores al 6% anual, con estabilidad de precios. Fue el periodo de la rápida expansión de los sistemas educativos y de salud; del dólar a $12.50, una vez superada la devaluación de Semana Santa de 1954. Al amparo de las políticas de sustitución de importaciones crecieron las empresas. En contrapartida, la economía permaneció cerrada a las importaciones de bienes que podrían competir con los producidos en el país. Fue la etapa de las cuotas y cupos, y de los permisos previos para introducir maquinaria y equipo de toda clase. Fue también el periodo en que el campo y los campesinos financiaron el crecimiento de las ciudades, de sus industrias, vía precios reducidos de los alimentos populares, como el maíz y el frijol.

El modelo y las políticas asociadas al desarrollo estabilizador se desgastaron, así que al iniciar el gobierno de Luis Echeverría en diciembre de 1970, desde la presidencia de la república se tomó la determinación de impulsar un nuevo modelo, al que se llamó “desarrollo compartido”. Por la descripción que hace es justamente la fuente de inspiración del candidato de Morena para fraguar su propuesta de “futuro pasado”. Entre 1971 y 1982 se transformó de manera radical la política fiscal y monetaria, con el propósito de que el eje de la inversión nacional lo ejerciera el sector público. El gasto público fue el motor del crecimiento económico en dicho periodo, que fue financiado en gran medida con deuda externa. Se invirtió considerablemente en proyectos de infraestructura, servicios educativos y salud pública y se aumentó el control del Estado sobre las economías de numerosas empresas. Los descubrimientos de petróleo crudo en la Sonda de Campeche —Cantarell— brindaron una efímera sensación de prosperidad, seguida del descalabro de las finanzas públicas. El fin de dos sexenios de “desarrollo compartido” se dio con el anuncio de la estatización de la banca y el control de cambios para enfrentar la fuga de capitales. Una consecuencia inmediata fue el incremento de los precios —empezando por el precio del dólar—, además de la escasez de productos de importación, porque no había divisas disponibles para adquirirlos en el extranjero.

¿Cuál sería el costo del pasaje de México hacia el pasado del “desarrollo compartido”? Muy elevado, sin duda alguna. Volver al modelo del gasto público como eje del crecimiento económico; regresar a los esquemas de subsidios generales y al control de precios en un mundo globalizado es, cuando menos, riesgoso cuando con un simple “clic” los capitales se trasladan en segundos de una a otra parte del mundo. Veneno puro para la economía real, para el empleo, la inversión y el crecimiento económico.

La nostalgia inspira canciones románticas de la trova yucateca, no políticas públicas para conducir a un país. Volveremos sobre el tema. Lo amerita, porque nos jugamos mucho, más allá de un resultado electoral. Es el futuro-futuro el que está en riesgo.— Mérida, Yucatán.

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