Promesas y Compromisos

Dulce María Sauri Riancho
El domingo de Pascua dieron inicio las campañas electorales. Durante nueve semanas y media, cientos de mujeres y hombres cubrirán la geografía yucateca con su propaganda. Buscan el voto ciudadano para representarnos en el Congreso del Estado, en los ayuntamientos y en la Cámara de Diputados.

De ellos, sólo cinco ganarán un lugar en la Cámara Baja; 25 conformarán la nueva legislatura local, y 106 planillas triunfarán en la elección de los ayuntamientos.

No habrá manera de sustraernos al “ruido electoral” que provoca la insistente campaña en los medios de comunicación y de las visitas casa por casa que realizan los militantes más aguerridos de las distintas organizaciones políticas.

De acuerdo con las nuevas normas electorales, los candidatos tuvieron un periodo de “silencio”, una vez que concluyeron sus campañas al interior de sus partidos. Durante ese invaluable lapso, ellos y sus organizaciones planearon la forma de utilizar intensivamente el tiempo para entrar en contacto con sus posibles votantes. Son sólo 66 días para hacer proselitismo. Por esta razón, las campañas en medios masivos de comunicación se vuelven fundamentales.

En consecuencia, el diseño de la imagen y la producción del mensaje político ocupan un lugar destacado en las estrategias de todos los candidatos.

En la mercadotecnia electoral lo que importa es ganar. Los modernos estrategas han aportado nuevos elementos para lograr campañas políticas eficaces, es decir, que logren motivar al mayor número de personas a acudir a las urnas y votar por quien ellos promueven. Para ello se valen de distintas técnicas, algunas altamente sofisticadas. Es el caso de la conocida como “marca emocional del candidato”, que pretende encontrar las claves para una conexión “emocional” (María Pocovi). Su supuesto básico es que “la gente es emocional y no racional en su toma de decisiones”.

Llevada al extremo, los investigadores señalan que “el cerebro de los votantes es ahora el lugar donde se libran las contiendas políticas”. En consecuencia, esta técnica rechaza la utilización de encuestas de opinión e incluso de los propios “grupos de enfoque” porque sólo consignan opiniones racionales. En su lugar, proponen aplicar la tecnología neurocientífica, que permite detectar cambios mediante electrodos aplicados a las partes del cerebro donde se registran las emociones. Un poco menos pretencioso es el análisis del rostro de las personas, midiendo el movimiento de sus músculos faciales y su traducción en “expresiones faciales universales”, que son las que representan felicidad, tristeza, miedo, sorpresa y disgusto.

La neurociencia aplicada a la política busca entender el comportamiento individual como paso previo a la persuasión para lograr el voto del ciudadano a favor de determinado candidato.

¿Cuáles son los supuestos de este enfoque de mercadotecnia electoral que parece extraído de la ciencia-ficción? El primero es que en el cerebro se crean las conexiones emocionales con la realidad física. Que estas provienen en primera instancia de la conducta instintiva, que se basa en el impulso por la supervivencia: comer, beber, reproducirse, protegerse; es decir, la parte responsable de conservar la vida sobre cualquier otra consideración. A este impulso primitivo se le denomina “cerebro reptiliano”. Sí, amiga, amigo lector: se imaginó usted bien. Proviene de “reptil” (cocodrilos, serpientes y lagartijas, entre otros especímenes), cuyo cerebro está limitado a estas funciones básicas.

Como es flojo y no le gusta esforzarse en cosas distintas a la sobrevivencia, el cerebro reptiliano sólo recuerda el principio y el final de las cosas; le gustan los estímulos visuales y los objetos tangibles; busca contrastes que pueda detectar fácilmente y, sobre todo, responde a la emoción, no al razonamiento.

Desde el punto de vista del “neuromarketing”, “el cerebro reptiliano siempre gana”. En consecuencia, la propaganda electoral bajo este enfoque pretende encontrar la receta exacta para crear un “coctel” de emociones, que influya en la manera como memorizamos, actuamos y desde luego, por quién votamos.

Bajo estos supuestos, cerebro “flojo” y emotivo, los expertos en neuromarketing, construyen la “marca emocional” de sus clientes, los políticos. Su encargo consiste en armar “patrones de memoria”, en que los recuerdos se forman con expresiones sensoriales: no importa lo que digan, sino cómo lo digan; no es relevante si es verdad, sino que ellos lo crean y lo hagan creer a sus electores.

No cuestiono la importancia de la neurociencia. Me preocupan las consecuencias de estas técnicas de convencimiento para captar votos. Lo que menos interesa es la capacidad de gobernar o de representar a los intereses populares que tienen quienes resulten electos bajo esta fórmula mágica: endulzar los oídos de la gente con lo que se quiere escuchar; regalar objetos que se puedan palpar; prometer el sol, la luna y las estrellas, si al fin y al cabo, se van a olvidar.


Las promesas pertenecen a la esfera del cerebro reptiliano. Los compromisos corresponden a la parte racional de aquellos electores que reclamamos propuestas concretas para analizar y ponderar si quienes solicitan nuestro voto están en aptitud y actitud de cumplir. Sabiendo cómo se diseñan las campañas, es necesario poner a trabajar al máximo posible la parte del cerebro que se ocupa de razonar. Si no lo hacemos, los candidatos que triunfen considerándonos cocodrilos y lagartos, llegarán a representarnos de acuerdo a esa visión. Entonces, ¡agárrense! Porque el cerebro reptiliano de un representante popular electo con nuestro voto, regido por el solo instinto de supervivencia política, será proclive al incumplimiento de sus promesas y a todo tipo de transas. ¿Les suena conocido?- Mérida.

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