Gobernadores: nuevos protagonistas
Dulce María Sauri. ¿Quién
es la figura política más destacada de esta larga transición que vive México?
No son, aunque quisieran, los partidos; tampoco el actual presidente de la
República, aunque haya surgido del PRI. Las organizaciones sociales apenas se
asoman con timidez a la escena pública. Para mí no hay duda: son los
gobernadores.
Un breve repaso a la situación que
guardan varios temas de relevancia para el gobierno de Enrique Peña Nieto
permitiría detectar algunas pistas del poder sin contrapesos que han acumulado
los gobernantes estatales al agotarse el viejo sistema político que nos rigió
por más de 70 años. Veamos.
De las múltiples iniciativas de reforma
o aprobación de nuevas leyes que el presidente Peña Nieto considera
indispensables para su proyecto de gobierno, una docena de ellas se encuentran
virtualmente bloqueadas por el trasiego legislativo. Entre éstas podemos
apuntar las reformas a la Ley de Responsabilidad Hacendaria en materia de deuda
pública; las leyes y reglamentos de la Ley de Transparencia y Acceso a la
Información, para ampliar las facultades del IFAI y permitir atraer casos de la
esfera estatal. La Comisión Anticorrupción se ha extraviado ante las urgencias
de lo cotidiano.
La legislación sobre información
pública gubernamental, para moderar y matizar el gasto en publicidad y
propaganda por parte de la federación, los estados y los municipios, también se
ha perdido. La creación de la Gendarmería Nacional se ha postergado y la misma
reforma educativa, que exigió un cambio constitucional, ha comenzado a ser
“matizada” por los ejecutivos estatales en sus negociaciones con las
organizaciones magisteriales.
El centro dividido: la nueva autonomía
de los gobernadores, así se llama un libro de un distinguido investigador de El
Colegio de México, que pone de manifiesto los importantes cambios en la
relación entre el Ejecutivo federal, su administración y los gobernadores desde
finales de la década de 1980. La tensión entre los intentos de centralización
del poder en la figura presidencial y las fuerzas políticas de los estados ha
sido una constante en la historia reciente del país. Ni Plutarco Elías Calles,
ni siquiera Lázaro Cárdenas, pudieron imponerse a los gobernadores. La
influencia callista logró eliminar la reelección consecutiva de legisladores federales
(se prohibió también para los locales), no para anular la autonomía del
Congreso de la Unión, como muchas veces se ha mencionado, sino para evitar la
conformación de bloques de diputados que sólo y exclusivamente obedecían a “su”
gobernador.
Aunque ustedes lo duden, los generales
Cárdenas y Ávila Camacho convivieron con una especie de Conago (que es la
organización actual de los gobernadores, conformada en 2001) que, bajo el
pretexto de la información y la gestión económica, permitió construir una estrategia
conjunta entre gobernadores que, en aquel entonces, eran en su mayoría
militares de alto rango.
Fue hasta el gobierno de Miguel Alemán
cuando lentamente comenzaron a modificarse las reglas del juego político en los
estados. Por ejemplo, en Yucatán fue impuesto un candidato a gobernador ajeno a
los grupos y los intereses locales. Tomás Marentes sólo pudo conservar el cargo
quince meses, pero tras su relevo nada volvió a ser igual.
Algo similar sucedió en otras entidades
del país, hasta llegar al presidencialismo de los años sesenta y setentas. El
péndulo se había trasladado hacia el otro extremo: control centralizado de las
decisiones, gobiernos estatales condenados a la pobreza fiscal, reforzada
cuando en 1979 se promulgó la Ley de Coordinación por la cual se establecieron
impuestos federales como el IVA, de los cuales cada entidad recibía -y recibe-
una participación mediante fórmulas que la propia ley establece.
Como el dinero constituye la verdadera
cadena de la sujeción, los cambios políticos se expresaron en nuevas reglas
para distribuir el presupuesto federal. Apenas perdió el PRI la mayoría en la
Cámara de Diputados en 1997 se crearon fondos especiales, como el llamado “Ramo
33″, que permite a los estados y los municipios recibir directamente los
recursos para la ejecución de obras y la prestación de servicios. El proceso
administrativo de descentralización del gasto público descansaba en el supuesto
de que en los estados se podría hacer más con menos, se podrían cuidar mejor
las obras y evitar la corrupción.
La alternancia en la Presidencia de la
República del año 2000 aceleró una situación que ya venía presentándose de
algunos años atrás. La mayoría priista de los gobernadores perdió el último
lazo que la ataba a un declinante poder presidencial. Los de otros partidos
continuaron comportándose como opositores, así fuera su partido el que
estuviera en el gobierno. Esta situación no hubiese sido negativa
necesariamente si no estuviera acompañada por la falta de transparencia en el
ejercicio del gasto, ausencia de rendición de cuentas y, sobre todo, carencia
de contrapesos efectivos que atemperaran excesos ante la fragilidad extrema de
las instituciones estatales.
Peña Nieto construyó su candidatura a
partir de sus pares, los gobernadores del PRI. ¿Qué pensará hacer frente a la
“resistencia pasiva” que parecen asumir los ejecutivos estatales? ¿Tolerarla?
¿Sobrellevarla? ¿Enfrentarla? ¿Sí? ¿Con qué instrumentos? Ya se metió reversa
al centralizar nuevamente desde 2014 el pago a los maestros en la SEP federal;
lo mismo en la adquisición de medicinas para el Seguro Popular, a cargo de la
Secretaría de Salud de la Federación. Sin embargo, los excesos de los
gobernadores siguen vigentes. La restauración del pasado no es posible ni es
deseable. Tiene que abrirse un camino distinto, el de la transparencia, la
rendición de cuentas y la efectiva sanción de quienes transgredan la ley.
Por lo pronto, ¡mucho ojo con los
nuevos espejismos! Y uno de ellos es la reelección consecutiva de legisladores.
Ya tienen la horca, no les demos el cuchillo.- Mérida, Yucatán.