Reforma migratoria en los Estados Unidos

Dulce María Sauri Riancho
Este fin de semana habrá votación sobre la reforma migratoria en el Senado de los Estados Unidos. De ser aprobada por la Cámara de Representantes abrirá una nueva etapa de regularización de la situación de millones de personas que viven y trabajan en la Unión Americana sin ser ciudadanos de ese país. Debería ser una buena noticia para México, pues la mayoría de los posibles beneficiados son mexicanos. Sin embargo, no es así, porque el costo de la negociación política para lograr los votos a favor de los senadores republicanos habrá sido demasiado alto para la buena vecindad entre dos naciones que comparten una frontera de 3,200 kilómetros.
La frontera México-Estados Unidos es un espacio binacional desde hace más de siglo y medio donde circulan personas y mercancías. En agosto de 1942 comenzó el Programa Bracero, a través del cual trabajadores agrícolas mexicanos se trasladaban cada año a diversos estados de la Unión Americana para la siembra y cosecha. Concluyó en 1964, después de 22 años de aplicarse con normalidad. Fue el último intento de ordenar los flujos migratorios entre los dos países.
Al abrirse la brecha del desarrollo escasearon las oportunidades de empleo digno en México. Las expectativas de mejoramiento a través de la educación también decrecieron, por lo que aumentó el flujo de migrantes, legales o no, hacia los Estados Unidos. Regiones de México que habían sido muy importantes en el Programa Bracero, como Zacatecas y Michoacán, contribuyeron con grandes contingentes de jóvenes, que se trasladaban a trabajar ya no sólo en el campo, sino también a las ciudades norteamericanas que se encontraban en franco proceso de expansión durante las décadas de 1960 y 1970.
La frontera entre México y Estados Unidos no es sólo un límite político-administrativo. Es una región con perfiles y cultura propia. Más adentro, en las comunidades de los mexicanos en el exterior, como la de los yucatecos en California, nuevas expresiones culturales se suman a las tradiciones de su tierra de origen. La historia nos señala la mutua interdependencia entre las dos naciones. Cuando la necesidad de fuerza de trabajo y las demandas de los empresarios norteamericanos crecen, la vigilancia en la frontera disminuye, los controles se relajan, para dar entrada a quienes en ese momento necesitan para levantar cosechas o realizar servicios de diversa índole. Pero cuando llegan las dificultades económicas, se acude al fácil expediente de repatriar a los que hasta ayer eran indispensables.
Dentro del gran grupo de países que tienen relaciones con Estados Unidos, México ocupa un lugar especial. Es su tercer socio comercial, sólo después de Canadá y China, en tanto que para México es el más importante. En Estados Unidos hay más hablantes de castellano que en la misma España, y la minoría hispana, de la cual las personas de origen mexicano constituyen el porcentaje más importante, es la que crece más rápidamente.
Con estas breves pinceladas más difícil es entender las decisiones del Senado norteamericano del lunes pasado: la virtual militarización de la frontera con México, con una barda que dividirá físicamente más de una tercera parte de la línea fronteriza, vigilada por “drones”, aviones no tripulados como los empleados en la guerra de Afganistán, y más de 40,000 policías. La aceptación de estas medidas de “seguridad” fue la última condición que impusieron los senadores republicanos para dar su voto a favor de la regularización de millones de personas en los Estados Unidos. Aducen que es la única manera de evitar que dentro de algunos años vuelva a surgir la demanda de regularización, aunque el gasto para lograrlo ascienda a la estratosférica suma de 50 mil millones de dólares.
El gobierno mexicano se ha escudado bajo el principio de respeto a las decisiones soberanas de los Estados Unidos, para guardarse su opinión. En frío y en seco, parece ser adecuado. Pero es imposible admitir que no haya una reacción oficial de las autoridades de México frente a medidas que abiertamente atacan la tan publicitada “buena vecindad” entre las dos naciones. En este caso, el silencio dirá mucho.
La historia nos muestra también la inutilidad de las bardas y las murallas. Prueba patente son la Gran Muralla china, en el pasado remoto y, más recientemente, el Muro de Berlín y la Barrera de Cisjordania. Todas ellas tienen el común denominador de que se han erigido para protegerse de los enemigos. Las dos primeras fracasaron rotundamente en sus propósitos y la tercera sólo ha contribuido a exacerbar la delicada situación entre Israel y Palestina. Ni México es una nación enemiga de los Estados Unidos ni la migración se detendrá: sólo se encarecerá, se volverá más peligrosa.
Si culmina el proceso legislativo en el Congreso americano, en 10 años se habrá regularizado la situación de alrededor de 12 millones de personas de distintas partes del mundo que actualmente viven en los Estados Unidos.
¡Qué bueno! Pero a largo plazo, los muros y los drones abrirán heridas difíciles de cerrar. Tal parece que los legisladores norteamericanos quieren poner el cerrojo y tirar la llave. En este marco, resultan irónicos los esfuerzos por destrabar los obstáculos al libre tránsito de mercancías, mientras se sellan las puertas y se persigue a las personas.- Mérida, Yucatán.

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