Reformas y subsidios


Dulce María Sauri Riancho
La “cuesta de enero” de los ciudadanos no lo es para el gobierno. Recién se aprobaron los presupuestos de sus tres niveles -federal, estatal, municipal-; se fijaron los ingresos públicos que vienen de los impuestos que pagamos y los ejecutivos recibieron del Congreso la autorización para contratar créditos, que las administraciones, casi sin excepción, necesitan para equilibrar sus finanzas.
Por experiencia, los ciudadanos sabemos que los impuestos, una vez que se establecen, llegan para quedarse. Sucede aquí y en China. La “imaginación fiscal” de los gobernantes incluye el denominado “impuesto a las ventanas”, que Antonio López de Santa Anna pretendió cobrar en 1853, después de haber vendido el territorio de La Mesilla a los Estados Unidos, pues enfrentaba urgencias para pagar el sueldo de sus tropas.
Más cerca en la historia, tenemos el ejemplo del impuesto a la tenencia vehicular que se estableció desde 1962, en el gobierno de Adolfo López Mateos, con el argumento de sacar adelante el financiamiento de las Olimpíadas de 1968 y con la promesa de ser un cobro “emergente y temporal”. Cincuenta años después desapareció como impuesto federal, saludando el presidente “con sombrero ajeno”, pues hacía un buen número de años que el cien por ciento de lo recaudado ingresaba a las arcas de las tesorerías estatales, que fueron las que perdieron en realidad ese ingreso. Los llamados “impuestos especiales” (IEPS) nos confirman que los gravámenes tienden a subir, pero difícilmente bajan. El impuesto a los cigarros, refrescos, cerveza y a los licores se refrendan y aumentan año tras año. Más recientes son los gravámenes al gas y a las gasolinas, y a punto estuvimos de tener que pagar un impuesto por uso de telecomunicaciones.
Ahora bien, las obligaciones fiscales de ciudadanos y empresas tienen una contraparte, que es el gasto público, y dentro de ésta los subsidios y programas que implican transferencias de dinero del gobierno constituyen en la actualidad una parte considerable del gasto anual programado. Como el caso de los impuestos, los subsidios tienden a convertirse en permanentes y a crecer año tras año. El más conocido y cuantioso es el subsidio a las gasolinas. Dicen que si no existiera tendríamos que pagarlas al doble de lo que cuestan actualmente; que para evitarlo incrementan su precio periódicamente, aunque las autoridades se guardan de manifestar que estos incrementos escalonados sirven para resarcir a los estados de la pérdida de la tenencia vehicular. Hay otro tipo de subsidios, dirigidos especialmente a un grupo, que se asignan con un propósito específico y por un tiempo determinado. Pero al igual que los impuestos, los subsidios llegan para quedarse, pues son vistos y asumidos por sus beneficiarios como derecho propio. Por ejemplo, el Programa de Apoyos al Campo (Procampo), que arrancó hace más de 20 años, en 1992, estaba destinado a incentivar la productividad de los campesinos pobres productores de granos, después de la firma del Tratado de LibreComercio de América del Norte. Poco tiempo después entraron todos los productores agrícolas, pobres y no. El plazo se cumplió en 2009, pero la presión de las organizaciones de productores fue tal que las autoridades le confirieron la condición de permanente, con terminación indefinida. No importa si Procampo funciona o da resultados, sino que en la actualidad beneficia a dos millones 500 mil productores y representa una erogación anual superior a los 18 mil millones de pesos.
El Programa de Desarrollo Humano “Oportunidades” nació en 1997 como Progresa, un programa de transferencias monetarias focalizado a la población en situación de pobreza, para garantizar su salud, educación y alimentación, de tal manera que les permitiera romper el círculo generacional de reproducción de esta condición. Desde el principio se estableció su carácter temporal. A más de 15 años de aplicación continua, el Programa se ha convertido en permanente: las familias ya inscritas se consideran con derecho a permanecer y nuevas familias en condición de alta vulnerabilidad ingresan cada año. En la actualidad la cobertura de “Oportunidades” ronda los seis millones de familias -150 mil en Yucatán- y el presupuesto asignado rebasa los 80 mil millones. Resulta fundamental reflexionar sobre dos cuestiones relacionadas con este tipo de programas: la primera, hasta dónde puede aguantar el presupuesto federal un gasto “etiquetado”, tan elevado y que crece cada año, con resultados tan poco alentadores en sus objetivos centrales. La otra preocupación, ligada a la anterior, tiene que ver con el altísimo costo político que representaría para un gobernante redimensionar o incluso echar atrás un subsidio social como Procampo u “Oportunidades”, aunque se sepa que no funciona, que sus resultados son raquíticos o que necesita un nuevo diseño para verdaderamente cumplir su cometido.
Éstos son los elementos a considerar en el muy próximo debate sobre la reforma fiscal, que requiere definir de dónde provendrán los recursos para financiar los importantes programas que ha anunciado la administración de Peña Nieto, como la “Cruzada contra el Hambre”. Pero no olvidemos una cuestión: Pemex, el petróleo, su venta, los impuestos que pagamos por las gasolinas, representan el 40 por ciento de todos los recursos que recibe el gobierno. Reforma fiscal y reforma energética son como hermanas siamesas: están indisolublemente unidas. Separarlas será una operación de alto riesgo político y económico para todos.- Mérida, Yucatán.

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