Políticos, artistas y estilo. Entre lo público y lo privado.

Dulce María Sauri

Artistas y políticos tienen mucho en común: su actividad principal es representar. Los artistas, mediante la actuación, recrean situaciones y conductas que son de otros, sus personajes. Por eso unas veces pueden presentarse en el papel de la madre sufrida y después aparecer como la impía asesina, siendo que en la vida real no son ni lo uno ni lo otro. Su forma de expresarse es a través de su cuerpo, que transmite los gestos y los sonidos que provocan las emociones del público.

Las y los políticos actúan por cuenta de un electorado que les dio su confianza para conducir la vida colectiva y coordinar las acciones de la sociedad. Por tres, por cinco o seis años, ése es -o debiera ser- su único y exclusivo papel. No son las formas corporales su vehículo privilegiado de expresión; debieran ser sus ideas, sus propuestas y, sobre todo, sus actos.

Unos y otros tienen la atención constante de la sociedad. Los admiradores de los artistas y cantantes conocen sus canciones, comentan la telenovela de moda en la que participan, les gusta conocer los detalles de cómo son y qué hacen cuando no están trabajando, las marcas de cosméticos que utilizan, sus lugares de reunión o su situación sentimental.Los ciudadanos conocemos y juzgamos la actuación de los políticos por sus resultados, si los problemas colectivos son atendidos y las demandas sociales resueltas. A la mayoría de las personas no les interesa saber cuáles son los gustos y preferencias de comida o de ropa de sus gobernantes, en dónde viven, los deportes que practican o sus habilidades para el baile.

Para los medios de comunicación, la frontera entre artistas y políticos es cada vez más delgada. La prensa especializada en espectáculos se ocupa crecientemente en reseñar actos de la vida privada de los políticos, como lo hace cuando se trata de los artistas de moda. Los programas de entretenimiento de la televisión y la radio comienzan a contar entre sus invitados frecuentes a algunos políticos, no para hablar de sus acciones como gobernantes, sino para participar en calidad de invitados, de sus actividades y concursos.

En estos tiempos mediáticos, políticos y artistas enfrentan el dilema de hacer o no de su vida privada un asunto público. Muchos artistas defienden celosamente su privacidad, en particular en lo que tiene relación con sus hijos, pareja y la familia. Es fácil cuando establecen ámbitos completamente separados entre familia y profesión; es difícil cuando hacen de sus asuntos privados parte de su exposición pública. Con este criterio en mente, veríamos dos maneras de afrontar un divorcio: una, cuando el divorcio se conoce una vez consumado y sin mayor comentario de las partes (como Lucero y Mijares); otra, cuando el divorcio se vuelve escándalo (como Lupita D-Alessio y Jorge Vargas).

Algunos políticos utilizan aspectos de su vida privada como elementos de una estrategia de comunicación y de marketing electoral. Ya no se limitan al uso de imágenes retocadas con Photoshop para borrar arrugas y disimular defectos en los carteles de propaganda. Ni siquiera se considera suficiente aprender a sonreír y actuar ante las cámaras de televisión para convencer a los votantes. Se ha perfilado un estilo de gobierno en que lo más importante a comunicar tiene que ver con asuntos del ámbito estrictamente personal, como son los gustos y las aficiones, la figura corporal y la ropa de diseño, las fiestas, los encuentros y los desencuentros.

Los políticos pueden volver pública su vida privada. Lo pueden hacer sin que sea su primera intención como, por ejemplo, cuando ponen a parientes y familiares en cargos administrativos. Lo provocan cuando se toman una romántica foto en pareja teniendo como fondo San Pedro del Vaticano o deciden desarrollar una imagen pública basada en atributos personales como el peso y la figura corporal, sus habilidades para el baile y el canto.

Los políticos se acercan a los artistas cuando hacen de su popularidad el criterio rector de su desempeño. Se vale. Pero un político no es un cantante de rock ni sus formas de comunicación con el público pueden ser las mismas, o no debieran serlo. Las consecuencias de la confusión pueden ser altas: hacer el ridículo, caer en la banalidad, hacer de asuntos personales y privados materia de escrutinio público y de confrontación política (por ejemplo, Berlusconi y sus fiestas).

Para las mujeres políticas el riesgo es aún más elevado. Quienes participamos en la vida pública seguimos siendo transgresoras de un orden patriarcal todavía sólidamente enraizado en los valores y la cultura discriminatoria, machista, de la sociedad. Que baile el gobernador de Coahuila, hoy presidente del PRI, no significa lo mismo que lo haga la gobernadora de Yucatán. A los hombres gobernadores no los invitan (o no acuden) a los programas de cotilleo o espectáculos, a la gobernadora sí. La responsabilidad de las mujeres en cargos de representación es todavía mayor que la de sus colegas masculinos, pues tienen que evadir las trampas que buscan encontrar en su desempeño los elementos para reforzar los estereotipos de género, como la supuesta fragilidad femenina, su llanto fácil, su veleidad y su frivolidad. Al mismo tiempo, las mujeres políticas tenemos el derecho a construir nuestras propias formas de participación sin imitar las de los hombres. Ésta es la frágil red que vamos tejiendo. Que ningún zangoloteo la rompa.- Mérida, Yucatán.

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