La luz puede cambiar

El semáforo yucateco

Columna publicada el día de hoy en el Diario de Yucatán, Dulce María.



Ciudad Juárez se está desangrando. Más de 1,600 personas fueron asesinadas el año pasado, 101 ejecuciones por cada 100,000 habitantes. Sería el equivalente de que en Mérida se hubiesen registrado 910 homicidios: que los acontecimientos de Chichí Suárez y sus 12 decapitados se hubiesen repetido cada semana y que, además, todos los días, sin excepción, hubiese ocurrido un asesinato violento en alguna parte de la ciudad.

A mediados de los años 60 se registró en Juárez el inicio del auge de la industria maquiladora de exportación, como un modelo exitoso de creación de empleos en la industria manufacturera. Copiado por otros países, incluyendo a China que lo profundizó y perfeccionó, fue la causa principal del crecimiento acelerado de su población. Era una ciudad próspera, pujante, ejemplo del auge fronterizo que caracterizó por muchos años al norte de México.

Hoy, Ciudad Juárez ha perdido casi una cuarta parte de sus habitantes; las casas cerradas —se estima un 25%— son testigos mudos del imperio del miedo que se ha instalado en la población. Muchas familias se han trasladado a la vecina ciudad de El Paso, en Texas, donde en contraste sólo hubo cuatro muertes violentas en 2009. ¡Y sólo los divide la línea fronteriza! La tragedia del asesinato a mansalva de 15 jóvenes estudiantes que celebraban el cumpleaños de uno de ellos detonó justificadamente la indignación y la furia de la población de Juárez.

Una vez más, las autoridades federales y estatales se comprometieron conjuntamente a poner los medios para combatir al crimen organizado. El escepticismo ciudadano frente a estas medidas tiene justificación: el incremento de la violencia se ha registrado a pesar del alto número de soldados y policías federales que se han desplazado hasta esta ciudad.

Es decir, el tejido social —el entramado de las relaciones entre la sociedad y su gobierno, entre los ciudadanos y su entorno— está seriamente lesionado, dominado por el miedo y la incertidumbre.

Los miles de muertos tienen nombre, madre y en muchos casos, familia. Delincuentes o no, en una sociedad democrática tienen derechos que la autoridad está obligada a respetar. Su muerte violenta debe ser investigada y los culpables, sancionados. No es razón y pretexto para evadir la responsabilidad de ministerios públicos y jueces que la víctima haya sido un sicario del narcotráfico, como tampoco lo es que haya sido una prostituta. Además, el riesgo de descalificar a priori los hechos como “pleito de pandillas” o “actuación del crimen organizado” ya lo sufrió en carne propia el presidente de la República que tuvo que ofrecer disculpas a las familias doblemente dolidas por la muerte violenta de sus hijos y por el juicio presidencial.

Los yucatecos no podemos cometer pecado de soberbia y sentirnos a salvo. Dolernos de Juárez, sí, pero considerar que está muy lejos, a más de 3,000 kilómetros, al otro lado del país, para que su dolor nos pueda afectar. Aquí —nos decimos— respiramos a salvo; “Los yucatecos no matan...”, aunque no dejen vivir, conseja popular que ilustra la que suponemos bondad intrínseca. El mal viene de fuera, hemos repetido por años; ni se incuba ni se desarrolla en nuestra sociedad.

Recientemente, las autoridades militares recordaron que Yucatán está en la ruta del narcotráfico y del tráfico de personas indocumentadas. Pero el estado es la entidad federativa más segura del país y Mérida, una ciudad tranquila. En su momento, Guadalajara (en la década de los 80), Monterrey (al inicio de los 90), así lo fueron. Y su seguridad y la paz que parecían envolverlas súbitamente se rompieron: disputas o rupturas entre cárteles de narcotráfico, desplazamiento de sus líderes, descabezamiento de jefes por parte de las autoridades, las causas pueden ser muchas y las consecuencias en términos de estabilidad social, profundas.

Como sociedad debemos estar alertas de manera permanente. Distinguir los focos amarillos que parecen encenderse cuando la impunidad rodea las denuncias de hechos delictivos, bien sean robos, asaltos y, desde luego, homicidios.

Por cada delincuente impune de sus fechorías, se multiplica el riesgo de los ciudadanos. En contraposición, por cada acción oportuna de las policías, como en el frustrado intento de asalto del Oxxo de Juan Pablo II, se desalientan futuras acciones de los delincuentes.

Focos amarillos prendió el homicidio de un joven en una colonia del sur de la ciudad. Él no quería transitar por determinada calle al regresar de su trabajo de mesero a altas horas de la madrugada, porque allá se reunía una pandilla: apareció el miedo que paraliza la libertad de tránsito, el derecho ciudadano de sentirse seguros en la calle, a la hora que sea.

El joven fue interceptado por el grupo que temía encontrar. Acuchillado, intentó ponerse a salvo en una casa habitada por una joven madre de familia, quien atemorizada se negó a abrir la puerta, para ver horrorizada a través de su ventana cómo el joven era “rematado” por sus asesinos. El miedo pudo más que la solidaridad. Ése es uno de los síntomas de ruptura del tejido social, cuando se siente que nadie puede ayudarnos, que tampoco tenemos por qué ayudar a nadie.

Tenemos que hacer más fuertes los lazos que nos unen. Saber exigir políticas públicas y acciones de gobierno que respondan a los grandes problemas del desempleo, especialmente entre los jóvenes. Rechazar la corrupción donde ésta se presente y exigir cuentas de los hechos denunciados sin dejar que sea el olvido su destino.

El semáforo yucateco está todavía en amarillo. De nosotros depende que no cambie a las luces de violencia y temor. Nadie es ajeno a esta gran responsabilidad.— Mérida, Yucatán.

Dulce María Sauri Riancho

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